Tiene que ser muy bonito morir sano.
Sándor Márai
EMEEQUIS.– Hay quienes no creen en las casualidades; dicen que todo pasa por algo. Yo ni creo ni descreo (¿existe esta palabra?), pero hace unos días, algunos astros se pusieron de acuerdo. Les cuento: hablé con una amiga que, como casi todos, lleva más de 90 días encerrada en un departamento muy pequeño, sola. Me llamó pues tiene varios síntomas de coronavirus (me los repitió, tres veces, uno por uno) y me dijo: si me pongo grave y llega el momento en que me tengan que hospitalizar, prefiero suicidarme a morirme ahogada, asfixiada. Entonces, nos pusimos a hablar sobre el suicidio, un tema que sigue siendo tabú. Yo le conté que en las notas de mi celular, precisamente bajo el título de “Suicidio”, tengo la receta de qué combinación de pastillas tomar para encontrar, el día que yo lo decida, una muerte ni sangrienta ni dolorosa. No soy depresiva y tampoco deseo quitarme la vida, pero uno nunca sabe si el futuro nos espera con una enfermedad progresiva e incurable o con un Alzheimer que nos convertirá en otra persona.
Al colgar con ella, fui hacia mi librero pues en estos días “pandémicos”, he estado releyendo mis novelas favoritas. Hoy me tocaba El último encuentro, de Sándor Márai. Lo llevé a mi recámara donde está el sillón más cómodo de mi casa, al lado de una ventana (por donde entra una luz generosa) y una mesita (para poner mis lápices con los que subrayo y mi vaso de whisky en las rocas). Al abrir el libro, encontré una fotografía de Armando Vega Gil y yo, el día que nos conocimos. No me pregunten qué hacía ahí, pero no es raro: acostumbro guardar papeles, notas y hasta dinero dentro de los libros que leo en ese momento y, claro, después olvido sacar las cosas. El músico y escritor se suicidó hace un año y casi cuatro meses. Desde entonces, no lo he dejado de extrañar y de cuestionar su decisión. Pasé mucho tiempo dividida entre la furia y la culpa… hasta que aprendí a respetar su elección. Armando decidió colgarse de un árbol a unas tres cuadras del departamento que habitaba; Sándor Márai, en cambio, se metió un tiro en la cabeza en su casa de San Diego, en 1989, apenas unos meses antes de que cayera el muro de Berlín y, con él, comenzara a derrumbarse el comunismo; una de las formas del totalitarismo que él tanto aborrecía. La foto de un suicida dentro del libro de otro suicida…
Sándor Márai nació en un pueblito de Hungría que hoy pertenece a Eslovaquia. Tanto rechazó el nazismo y el fascismo, que cuando llegaron los soviéticos a su país, se sintió agradecido… hasta que sufrió ese régimen y prohibieron sus novelas por “decadentes y burguesas”. Entonces, de la mano de su esposa Lola, en 1948 dejó su tierra y, después de recorrer varios países, en 1952 hizo de los Estados Unidos su segunda patria. Escribió más de 25 novelas, sin olvidar sus ensayos, artículos, poemas, memorias y teatro. Amó profundamente a su mujer, con la que se casó en 1923, pero ese amor no logró paliar su desarraigo. “Todos los demás, todos los que abandonan su patria se exilian de un país; yo, un escritor, me exilié de mi lengua materna”. Lo que me gusta de su literatura, es su prosa precisa, como si se hubiese tardado horas en buscar cada palabra hasta encontrar la adecuada. Además, los conceptos que maneja son de una profundidad apabullante. Como lector, casi hay que hacer una pausa en cada frase subrayada, para asimilarla. El último encuentro no tiene mucha acción, pero la construcción psicológica de sus personajes es de una maestría impresionante y los temas que toca, son esenciales para cualquier ser humano. Si no han leído esta novela, no pierdan más tiempo.
Márai decidió suicidarse después de que murieron, en un periodo de un año, sus tres hermanos, su esposa y su hijo. Cuando falleció su mujer, confesó: “ Escribía para L., todo era por ella. Ya no tengo a quien escribir.”
“Un suicido es un sublime poema a la melancolía”, decía Balzac, quien no se quitó la vida, pero escritores con la misma letra de su apellido, B, que decidieron poner fin a sus días, suman 15. Apellidados con la letra M, incluyendo a Márai, 16. Las letras más “peligrosas”, con 18 suicidios cada una, son la C y la L.
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Vega Gil y Márai forman parte de una larga lista de escritores que apostaron por el privilegio de decidir fecha, hora y manera de dejar este mundo. Hemingway eligió el daño que le haría una escopeta; Yukio Mishima, el ritual japonés conocido como seppuku. Sylvia Plath, quien decía “Morir es un arte, como todo. Yo lo hago excepcionalmente bien”, abrió el gas y metió la cabeza al horno de su casa mientras sus hijos estaban dormidos en la recámara. Reinaldo Arenas dejó una carta póstuma en la que afirmaba: “Cuba será libre. Yo ya lo soy”. Virginia Woolf se puso un pesado abrigo, llenó las bolsas de piedras y se metió al río Ouse, en Ssusex. Paul Celan también prefirió el abrazo del agua, al aventarse al río Sena. Emilio Salgari se suicidó “por tradición” (¿o por genética?), es decir, siguió los pasos de su padre; tiempo después, sus dos hijos harían lo mismo. ¿Más nombres? Alfonsina Storni, Jorge Cuesta, Cesar Pavese, Primo Levi, Horacio Quiroga, Alejandra Pizarnik, Stefan Zweig y Yasunari Kawabata.
Ningún ser humano tiene la fortuna de elegir en dónde nacer ni la fecha para hacer su aparición en este mundo. Algunos (una persona cada 40 segundos, según los datos de la Organización Mundial de Salud) eligen su muerte y no porque odien estar vivos sino, como bien decía Schopenhauer: “El suicida ama la vida; lo que pasa es que no acepta las condiciones en que se le ofrece”.
Por eso, por si cambian las condiciones de mi vida y la suerte que siempre he tenido se vuelve en mi contra, voy por el mundo disfrutando cada instante, abrazando los muchos momentos de felicidad que tengo, pero con una receta infalible en las notas de mis celular, por si algún día se me anda ofreciendo seguir los pasos de Sándor y de Armando…