Cuando Salinas de Gortari era secretario de Programación y Presupuesto en el gabinete de Miguel de La Madrid, los caricaturistas del Proceso lo dibujaban con unas enormes tijeras, porque no se tentaba el corazón para despedir burócratas y reducir el gasto público, en estricto apego a la doctrina económica neoliberal que le inculcaron sus maestros de Harvard. Por blandir las tijeras con tanta alevosía, la vieja izquierda lo apodaba Salinas Recortari. En aquel tiempo López Obrador era presidente el PRI en Tabasco. No participó en la corriente democrática ni apoyó a Cárdenas en las elecciones del 88, porque esperaba seguir escalando puestos en el régimen corporativo. Radicalizado porque no pudo cumplir esa expectativa, desde su tardía adhesión a la lucha por el cambio democrático le profesa un odio feroz al neoliberalismo, que para él es sinónimo de corrupción.
A su juicio, la llegada de los tecnócratas al poder en 1982 representa el parteaguas más nefasto de nuestra historia, el momento en el que un régimen justiciero y popular se entregó abierto de piernas a los intereses del gran capital. La corrupción era igual o mayor en tiempos de Miguel Alemán, Luis Echeverría o López Portillo, presidentes que fomentaron la intervención estatal en la economía, pero según la propaganda cacareada en las mañaneras, esos gobiernos no dañaron al pueblo ni con el pétalo de una rosa. Está comprobado históricamente que la corrupción no depende de la doctrina económica aplicada por un gobierno: en México se han hecho grandes negocios con la estatización o la privatización de empresas. Cualquier camarilla política que no esté obligada a rendir cuentas tiende a corromperse, ya sea neoliberal, socialista o proclive a combinar la inversión privada con la pública.
Paradójicamente, desde su llegada al poder, López Obrador ha dejado muy atrás a Salinas de Gortari en materia de austeridad presupuestal. De hecho, ningún tecnócrata de la vieja guardia fue tan estricto en la aplicación de medidas económicas neoliberales. En su más reciente decreto, promulgado para enfrentar el coronavirus, recortó más aún el gasto público, una medida que a juicio de su ex secretario de Hacienda Carlos Urzúa sólo agravará la recesión (véase el El Universal, 11-V-2020), porque dejará sin ingresos a los proveedores del gobierno. El decretazo coloca en graves apuros a dos instituciones de educación superior, El Colegio de México y el Instituto Mora, que habían sido ya duramente castigadas por el hombre manos de tijera.
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A la primera le redujo a la mitad el presupuesto para becas, de 600 mil a 300 mil pesos. Con el Instituto Mora se ensañó más aún: de golpe y porrazo dejará en la indigencia a 78 alumnos con excelente nivel académico que recibían 4,200 pesos por cabeza. En total, ambos recortes le representan al erario un ahorro de 3 millones 890 mil pesos, una cantidad ridícula comparada con el costo de la inútil y dispendiosa refinería de Dos Bocas. ¿Por qué López Obrador cercena estas becas y en cambio incrementa las otorgadas al programa Jóvenes Construyendo el Futuro, si en ambos casos se trata de jóvenes con dificultades económicas? ¿No merece ninguna recompensa el esfuerzo de los becarios que han logrado mantener un buen promedio en instituciones con alto nivel académico? ¿Creerá el gobierno que el Colmex y el Instituto Mora son cofradías elitistas, donde la gente fifí medra con el dinero del pueblo? ¿No son parte del pueblo esos becarios?
La política educativa del antiguo régimen, continuada por los gobiernos de la alternancia, tuvo aspectos positivos que ningún gobierno igualitario debería revertir. Uno de ellos era la oportunidad de ascenso social a través de la educación superior. Muy pocos estudiantes de extracción humilde podían realizar ese sueño, porque en la mayoría de los casos, la obligación de ayudar a sus familias los obligaba a desertar de las universidades, pero el hecho de que algunos hayan logrado escalar toda la pirámide hasta obtener una maestría o un doctorado infundía esperanzas a la población más golpeada por la injusticia social.
A pesar de su retórica populista, López Obrador amenaza con cerrar esa vía de superación personal. Como el presidente habla demasiado y a menudo ventila resentimientos contra científicos y académicos, es inevitable pensar que le tiene fobia a la educación superior. Ningún presidente había mostrado jamás tanta hostilidad hacia la comunidad científica y académica. Economistas, médicos, historiadores, epidemiólogos, arquitectos, ingenieros, cualquier lumbrera le provoca urticaria, en especial si tiene doctorado en el extranjero.
Quizá un buen número de becarios del Colmex y el Mora deban abandonar sus estudios por este capricho despótico del candidato a quien apoyaron en 2018. Sin quererlo el presidente les ha impartido una materia optativa: Economía Política del Rencor.