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Pienso en el final. La misoginia del patriarcado

Ambientes oníricos, diálogos azarosos, cada loco con su tema, obsesiones, reflexiones, análisis sobre otras obras y películas. La nueva película de Charlie Kaufman ofrece un colorido abanico de temas para la introspección. #Análisis de JOSELO RUEDA.

Por Emequis
9 / 13 / 20
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EMEEQUIS.– Los roles sociales. Las etiquetas que nos ponen. Las que ponemos. El “destino” de una persona está supuestamente condenado o condicionado por la crianza de la madre. Las madres como blanco de la crítica machista freudiana a las principales enfermedades psicológicas catalogadas en la medicina del siglo pasado. Incluida la homosexualidad, que se retiró de la clasificación médica de enfermedad hasta 1973. La psique humana inasible, retorcida, espiral y fractal. Que se repite y espejea conforme nos acercamos o alejamos infinitamente.

En Pienso en el final, estrenada en Netflix este septiembre, Charlie Kaufman nos muestra un colorido abanico de temas y cuestionamientos para reflexionar, para la introspección. Sobre todo, para admirar con esa distancia que nos permite a los humanos contempladores, atestiguantes (Ser y tiempo, Martin Heidegger, 1927), salirnos del cuadro, dar la vuelta y contemplarlo, observar su paisaje y cosmogonía (Francisco Gómez Arzápalo, Coloquios UIA 1991). Pero siempre, al salirnos del cuadro, queda un hueco en él. El recorte de nuestra silueta. El vacío que no podemos contemplar por tratarse de nosotros mismos, lo cual imposibilita entendernos. Por lo tanto, la pregunta más difícil de contestarnos es el ser. Quiénes somos y nuestra existencia.

Destaca la madurez narrativa de Kaufman desde el inicio de la cinta. Este director es mejor conocido por ser guionista de antológicas e icónicas producciones como Eterno resplandor de una mente sin recuerdos, Adaptation y ¿Quieres ser John Malkovich?, las cuales sin duda decantaron su talento creativo para contar historias.

A través de secuencias largas en pocos escenarios, Pienso en el final se desarrolla principalmente en el auto de Jake con su novia Lucy (quien cambia de nombre en varias situaciones), en la casa de los padres de Jake, en una heladería y en la escuela preparatoria de Jake. En su parte de road movie, durante las secuencias en el auto, la película de Kaufman nos atrapa en un ambiente onírico que raya en las pesadillas. Diálogos de repente encontrados, cada loco con su tema, obsesiones, reflexiones, análisis sobre otras obras y películas. Las escenas en carretera son intrigantes y poéticas. Los encuadres de Lucy en casa de los padres de Jake la muestran preferentemente sola, encerrada en el recuadro. Bajo el objetivo de la disección.

Así como Woody Allen declaró en los 80 que prefería a Manhattan bajo la lluvia, las nevadas en las películas de Kaufman delatan su amor por este efecto climático. El realizador ha bebido demasiado de la absenta de otros locos artistas. Tim Burton, David Lynch, Michel Gondry, Darren Aronofsky. De Burton, los mundos bizarros y familias “extrañas”. De Lynch, los personajes crípticos, el desdoblamiento de personalidad de Lost Higway (1997), la secuencia de Eraserhead (1977) de la cena con la familia de la novia. De Aronofsky abreva el potente discurso de tiempo circular caótico de Mother! (2017). Los oníricos planteamientos recuerdan a Michel Gondry (quien ha llevado a la pantalla los guiones de Kaufman).

Las secuencias dentro de la casa de los padres de Jake están muy trabajadas y bien logradas en edición, ritmo, actuación y diálogos. Destaca la escena en la sala, cuando Lucy recibe nuevamente una llamada de ¿ella misma? El identificador de la llamada dice Lucy pero al atender contesta una voz de hombre.

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Jake y Lucy tienen una conversación acerca del cine cuando van en el auto camino a conocer a los padres de Jake. “Las ideas de las películas se meten en tu cabeza, reemplazan a las reales”, dice Lucy. “Lleno mi cabeza de mentiras para pasar el tiempo”, responde Jake. “Es un mal de la sociedad”, remata ella. Estos diálogos resumen en buena medida los preceptos de Kaufman en Pienso en el final. La intención de meternos en sus mentiras íntimas, personales, algo oscuras. Y sin embargo, Emilio García Riera considera que El cine es mejor que la vida (1989), al argumentar que vivimos las vidas de las películas que vemos, pero siempre tendremos el beneficio de salirnos de una historia que no nos gusta. En la vida real no es tan fácil escapar. 

Pienso en el final. Historias que transitan, fluyen, se mueven. Realidades cambiantes y deslizantes. A game of shifting mirrors en el imaginario de Jorge Luis Borges. Y luego, la presencia del sótano como un personaje más, como en la casa de Psicosis de Hitchcock (1960), donde la madre habita dicho cuarto subterráneo. El sótano como otredad, como ipseidad, aseidad. El descenso al subconsciente, a la madre dominante, al contacto con el agua de la lavadora. La habitación del ello para Slavoj Žižek. El reservorio de pulsiones ilícitas.

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La noche furiosa, negra. El exterior blanco, inocente y salvaje. “Lento y salvaje como tú” (Saúl Hernández). Todo con tormenta de nieve. De día y de noche. Dos personalidades desdobladas en una sola. Y la nada. Más allá de los escenarios interiores (el auto, la casa, la escuela), todo se pierde en la nada, en la negrura, en la tormenta. Como Septiembre (Woody Allen, 1987), donde nada es visible fuera de la morada. Solo la oscuridad como manto. Personajes complicados; nunca queda claro si Jake y su familia generan empatía o miedo. 

Personajes a la orilla de la carretera como en Lost Highway (1997) o Wild at heart (1990), ambas de David Lynch. Entes oscuros, raros, misteriosos. Agoreros en cuyas predicciones y consejas no se sabe si confiar o salir corriendo.

Kaufman trabaja con lo que no podemos saber, con lo que no podemos ver. Juega al escondite al intrigarnos hacia dónde va. El desarrollo de la película se esconde y huye como conejo de Alicia. Como gato Chester. Y se desvanece en sonrisa. En un cerdo caricaturesco devorado por gusanos en vida. El doble ocultamiento de Derrida y Lacan. La carta robada (1844) de Edgar Allan Poe. La carta era visible para cualquiera que quisiera mirarla. A plena vista. El doble olvido. El peor olvido: olvidar que olvidamos algo. El sistema de etiquetado de los objetos que instituyó Aureliano Buendía para recordar. La decrepitud, la vejez, el marchitamiento.

La escena del baile en la escuela regresa a ese cuestionamiento proyectivo de uno mismo. Los personajes se vuelven hermosos. Somos jóvenes, perfectos, bailamos increíble. La juventud proyectada y aspiracional. Kaufman nos hace prisioneros de recuerdos mezclados con oniria. Y sí, el cine es mejor que la vida, al idealizar las convenciones sociales, los roles, las apariencias.

Un hombre recibe el premio Nobel de física y agradece la distinción máxima cantando, interpretando un musical, agradeciendo al amor de su vida, su novia. Canta frente a un público artificialmente envejecido.

Y al final, por fin, la calma posterior a la tempestuosa avalancha creativa de Kaufman. El auto mansamente enterrado en la nieve en una plácida viñeta. Revela que nunca salieron de la escuela y que el resto de la vida de los personajes (incluida la historia del premio Nobel) es sólo parte de los recuerdos del futuro mezclados en sus sueños.

Pienso en el final (I’m thinking of ending things), 2020. 

Largometraje de ficción. Netflix. 134 minutos. Dirigida por Charlie Kaufman.

@cabezafilms



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