Matamos lo que amamos.
Lo demás no ha estado vivo nunca.
Rosario Castellanos
Todo mundo sabe de San Valentín como patrono de los amantes, pero pocos recuerdan que también es benefactor de epilépticos y apicultores. Ahora que vivimos el amor en tiempos de odio, que somos tullidos emocionales para considerar al prójimo y ya no se diga a las abejas y al medio ambiente, valdría la pena recordar que no hace mucho, ante la falta de evidencia histórica, la Iglesia retiró a San Valentín del calendario romano. Tal vez por eso ahora el santo anda tan evasivo y enfurruñado.
Pero la mercadotecnia del corazón y el comercio sentimental siguen aprovechándose de su popularidad surgida a partir de una de sus leyendas: que San Valentín casaba cristianos en catacumbas romanas cuando la ciudad imperial lo tenía prohibido, desafiando el poder y enfrentándolo con el de ese sentimiento pagano, hereje, transgresor llamado amor por el otro u otra.
Pero San Valentín va más allá de una mera creación cristiana pues en la antigua Grecia se celebraban en las mismas fechas en que ahora se conmemora el famoso Día del Amor y la Amistad, las fiestas “lupercales”, ritual propiciatorio de fertilidad, en el que los sacerdotes se comportaban como lobos (llamados luperci, lupercos, o amigos del lobo) —por cierto, término emparentado con la palabra “lupanar”, es decir, prostíbulo, como el famoso de Pompeya en cuyas calles estaba grabado un pene de buen tamaño que señalaba la dirección a seguir de los menesterosos y peregrinos del placer carnal.
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Frente a Platón que veía en el amor un instrumento de superación para acceder al mundo perfecto de las ideas, fue San Agustín quien en un rapto de misticismo liberador afirmó: “Ama y haz lo que quieras”. Pero ya en la literatura del siglo XII comenzó a extenderse la herejía del amor-pasión para exaltar el alma del amante en pos, no de Dios, sino de la Amada. Tristán e Isolda cometen el pecado de la carne, no obstante que ella estaba destinada a casarse con el rey Marke y… sobreviene la tragedia. Lo mismo los famosos amantes de Verona, Julieta y su Romeo, que se descubren y se aman a pesar del odio de sus familias, para finalmente ser recompensados con la muerte. Así el destino confabula contra de los amantes.
La idea de que si no sufrimos es que en realidad no amamos, viene de una batalla civilizatoria que cifra en el amor potencias de transformación transgresora que hacen desafiar el orden establecido. “El mundo nace cuando dos se besan”, decía Octavio Paz. Y lo decía por experiencia propia, como fue muy al principio su relación con una delirante y rebelde Elena Garro que nunca se sometió a las costumbres patriarcales de la época y terminó divorciándose del que sería años después Premio Nobel, en una historia que, a la postre, tuvo mucho de garra y muy poco de paz. En la extraordinaria novela Los recuerdos del porvenir, Garro plasma en el personaje de Isabel Moncada los retos de sumisión que la protagonista habrá de sortear frente al amor tiránico que siente por el general Francisco Rosas y que la llevan a la traición de su pueblo, de su familia y de sí misma.
Otro amor de tiranías es el que siente Pedro Páramo por Susana San Juan en la novela canónica de Juan Rulfo. Acostumbrado a ser dueño y señor de Comala, el cacique no duda en matar al padre de su amada para obligarla a quedarse con él. Y lo logra: en una jaula de oro se consume la vida de una Susana San Juan, ya siempre inaccesible por la locura y la desgracia.
Personajes literarios y personas de carne y hueso que hacen de su paraíso un infierno, y al revés: de su infierno un paraíso, por aquello del “goce sufriente” que encuentra en el placer doliente su razón de ser, o en un lenguaje más llano como el que acostumbran los dichos y refranes populares: “El que por su gusto muere, hasta la muerte le sabe”. Y vaya que le supo a la mecenas y promotora cultural Antonieta Rivas Mercado cuando se disparó en la catedral de Notre Dame con la misma pistola de su amante, el filósofo y político, José Vasconcelos. Dice su biógrafa Fabienne Bradu que, después de un episodio de celos y provocación para que Vasconcelos le confesara que la necesitaba como a nadie, Antonieta “pasa de la seducción a la amenaza, del ruego al desprendimiento, del incendio a la calma”. Y así planea su suicidio para el día siguiente como un golpe maestro que poco pudo lograr en el ánimo narcisista de su amante.
La fantasía del amor
Según Stendhal, el amor es una fantasía del espíritu que se crea de manera semejante a cuando se arroja una frágil rama de arbusto en el interior de una mina de sal. Si se la recoge al día siguiente, se la encontrará transformada, cuajada de irisados diamantes que la rama original no tenía… Un auténtico fenómeno de “cristalización”.
Ese proceso de fantasía o infatuación, que puede llegar a niveles de intoxicación o envenenamiento, esas mariposas que aletean en el estómago para luego dar paso a escorpiones que reptan por dentro y clavan su aguijón fatal, se nos revela en parejas legendarias como la de Nahui Ollin y el Dr. Atl, cuyos alaridos de pasión podían escucharse en las cercanías del exconvento de la Merced, adonde tuvieron sus encuentros amatorios para dar paso a escenas de celos y violencia de Nahui que pusieron en riesgo la vida de ambos.
Tolstoi había dicho en esa otra historia de amor desmesurado llamada Ana Karenina que todas las familias felices se parecen pero las infelices lo son cada una a su manera. También es cierto que cada historia de amor es única. Claro, hay amantes que sobreviven a la pasión, que llegan a consolidar en el terreno de la intimidad cristalizaciones que van más allá de los reinos devastadores del amor. Ahí están por ejemplo el caso de la escritora Simone de Beauvoir y el existencialista Jean Paul Sartre que supieron navegar por las corrientes contradictorias del amor y el ego sin casarse, sin vivir juntos, sin dejar de lado otras oportunidades de amores contingentes, pero siempre dando espacio a su relación central y necesaria. O el del novelista Jorge Ibargüengoitia y la pintora Joy Laville, cómplices afortunados de una pasión sosegada que sólo la muerte de él en un avionazo pudo poner fin.
Lecciones de La Bella y la Bestia
Lo común y más legendario son las relaciones tóxicas, tormentosas, esas que sí tienen espacio en el melodrama, la tragedia, las series, telenovelas y cine comercial, pues son materia prima para elaborar una narrativa de obstáculos y sinsabores que, al parecer, hace que las cosas valgan la pena —y mantengan la atención del espectador—. Dicen que las historias felices no tienen historia… salvo en los cuentos de hadas. Para dimensionar los claroscuros y penumbras de nuestra humanidad ahí están los relatos de celos, violencia, muerte que tan pronto nos lanzan a la luna como nos precipitan en el abismo. Mientras algunas historias se nos antojan romantizadas o heroicas como la de La Bella y la Bestia, en la que ella logra humanizar y sacar lo mejor del hombre encadenado por sus instintos, otras parecen empeñadas en la degradación de los amantes. (Hay una variante masculina en el ciclo artúrico: la novela La boda de sir Gawain y la dama Ragnell, en la que ella es monstruosa de día y hermosa en las noches. El caballero logra romper el hechizo al devolverle su capacidad de elegir por ella misma y no en función de otros.)
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En la red cunden los ejemplos tortuosos, territorios minados por la fuerza de la libido y la sensibilidad exacerbada, historias que empezaron con un “eres el amor de mi vida” para terminar por sacar las sombras de cada uno. No la metamorfosis de la bestia en un mejor ser humano como en el mito original, sino la irrupción del monstruo que cada uno lleva dentro, en un recorrido que va de los cielos más prístinos y luminosos a los temporales cargados de vendavales y tormentas. A veces, incluso, del sueño de plenitud al infierno de odio como el de la joven saxofonista oaxaqueña que decidió apartarse de una relación envenenada y terminó rociada de ácido, actualización de La Bella y la Bestia en una de sus versiones más cruentas: la de la fiera que prefiriere bestializar a la bella antes que perderla.
@anaclavel99
Con la colaboración de Pablo Lamoyi.