“Ya duérmete. Shu, shu, shu. Duérmete, duérmete”, le dijo Paloma a su pequeña hija, mientras la sostenía en sus brazos y la pegaba a su pecho. La niña de dos años y tres meses dejó así de llorar. Repitió la acción con su otra pequeña de cinco meses. “Shu, shu, shu, duérmete, duérmete”, le susurró mientras la mecía cerca de su seno.
Las niñas, por fin, guardaron silencio. Habían emprendido un sueño sin retorno. Atolondrada, Paloma tomó el resto de las medicinas que quedaban en su botiquín y las metió a su boca. Ese 12 de noviembre de 2008 sólo quería morirse.
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“Seguí tomando pastillas. Me las tomé y me las tomé, no sabía ni para qué carajos eran, si me causaban chorrillo o si de plano me iba para el otro lado”, relata Paloma a EMEEQUIS, sentada bajo la sombra de una palapa de cemento, con los codos apoyados en una de las mesas pentagonales del patio del reclusorio de Santa Martha Acatitla, al oriente de la Ciudad de México.
Al otro día, despertó. “Vi que no me morí, que nada más estaba toda tarada. Agarré y me fui, me fui, me salí de mi casa. No sé si quería irme, conseguir trabajo, mandarle dinero a mi mamá para las niñas o si mejor me aventaba de un puente o del Metro”.
Tras vagar durante horas, llegó al centro de la CDMX y consiguió, entre llanto, un trabajo temporal en una repostería.
Una semana después llamó a su casa para saber cómo estaban las niñas, conocer la reacción de su madre y decirle que mandaría dinero de su primera semana de trabajo para las pequeñas.
Contestó su hermana.
—¿Qué pasó? —le dijo del otro lado de la bocina.
—¿Qué pasó de qué? ¿Cómo están? —respondió Paloma.
—Las niñas están muertas. ¿Qué pasó? —la increpó.
—No sé, no sé, yo las dejé dormidas.
—¡Es que las niñas están muertas! Ya no regreses. Vete, vete, no vengas para acá.
Lo primero que pensó Paloma fue que era una broma, producto del enojo de su familia por el abandono a las pequeñas. “Están bien”, se repetía. “Voy a trabajar, les voy a mandar dinero”. Así lo hizo y semanas después volvió a llamar a su casa. Contestó su hermano.
—No, ya se murieron —le respondió ante su insistencia de enviarles el dinero que ya había acumulado.
“Me culpé mucho, mucho. Yo prefería que estuvieran dormidas para que no pidieran de comer, no me pidieran nada. No supe nada”, dice entre lágrimas la mujer de mejillas gordas y rosadas que cumple una sentencia de 55 años de cárcel por el homicidio de sus dos hijas, desde que fue sentenciada por homicidio agravado en razón de parentesco, el 29 de enero de 2011.
En México, el 10 por ciento de cualquier población pediátrica –unos tres millones de niñas y niños– puede ser víctima de maltrato. De cada 100 pequeños que lo padezcan solo uno –unos 32 mil a nivel nacional– será atendido correctamente. Según datos del Centro de Estudios Avanzados sobre Maltrato Infantil del Instituto Nacional de Pediatría, entre 55 y 85 por ciento de los niños que son maltratados, llegan a la vida adulta y son padres de familia, serán agresores de los más vulnerables de su familia. Paloma está dentro de esta estadística.
TODOS SOMOS POSIBLES MALTRATADORES
Paloma nació en San Salvador Cuauhtenco, una localidad semiurbanizada de la Ciudad de México que yace entre los montes de Milpa Alta y que, pese al paso del tiempo, conserva el paisaje que recuerda de su niñez: casas pequeñas y grises, alejadas una de la otra, parcelas de sembradíos, poco transporte, calles de terracería.
Llegó al mundo mientras sus progenitores vivían un duelo, habían perdido un hijo de un año que no aguantó la neumonía. Sus padres adolescentes, 16 años, no eran derechohabientes del sistema de salud y los médicos quedaban lejos. Por eso su nacimiento, cubierto con el velo de la muerte, no fue motivo de festejo. Creció bajo el luto, se hizo huraña, poco sociable.
A los seis años la atropelló un camión y la lesión la tuvo inmovilizada durante meses. Dejó la escuela y sus padres, aún postrada en cama, le endilgaron bajo su cuidado a su hermana recién nacida.
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“Las mamilas a un lado y a mi hermanita en los brazos. En lo que ellos se iban a trabajar yo le daba de comer, le cambiaba su pañal. Yo los crié a todos”, afirma.
La vida se le iba en sueños. Se ilusionaba con la posibilidad de que llegara su mamá y la abrazara, que tras el trabajo su padre jugara con ella; ansiaba los fines de semana porque su lógica de niña le decía que era cuando los padres tenían tiempo y podría gozar de su compañía, pero nada de eso pasaba.
Los siete días de todas las semanas se le iban en limpiar la casa, atender a los hermanos, imaginar unos padres amorosos y lidiar con los reclamos de sus progenitores quienes, además, se gritaban cada que se encontraban y, a veces, esas discusiones se volvían golpes.
A los 12 años apenas iba en quinto de primaria. Los profesores la llamaban “tonta”, tenía malas calificaciones y peleaba a golpes con sus compañeros. No pasó mucho para que escribiera su primera carta suicida.
“Me despedí de mi familia. Era aventarme de un puente, aventarme a un carro, no sé. Yo traía la carta en la mochila y ahí la encontraron”. Tras el hallazgo, Paloma pensó que tal vez sus padres se interesarían en ella, pero tampoco pasó. “Me mandaron a casa de mis abuelos. En realidad fui porque mi abuela se había lastimado el brazo y me mandaron a cuidarla. Nunca recibí ayuda”.
EL MALTRATO TAMBIÉN SE HEREDA
El maltrato infantil es un problema de salud pública, por las secuelas en la salud física y emocional que producen en la víctima, así como por las repercusiones a largo plazo en la familia y en la comunidad, según la Organización Mundial de la Salud (OMS).
La violencia que ocurre dentro del hogar se vuelve cíclica y quienes sobreviven al maltrato padecen de por vida las consecuencias de las agresiones vividas: tienen altas posibilidades de maltratar en un futuro o de cometer algún delito, explican diversos especialistas.
Haber sido víctima de maltrato u omisiones en la infancia es una de las principales características de los agresores, afirma el doctor Arturo Loredo Abdalá, del Centro de Estudios Avanzados sobre Maltrato Infantil del Instituto Nacional de Pediatría (INP).
Aunque hay otros factores de riesgo que las personas van sumando a lo largo de su vida que los vuelve más propensos a agredir y matar: haber vivido en un entorno de alto conflicto parental, interacción pobre entre padres e hijos, separaciones o divorcios, corta edad en la paternidad, altos niveles de estrés, enumera el Observatorio de la Infancia de España. Sin embargo, todas las organizaciones consultadas coinciden en algo aterrador: todas las personas somos posibles maltratadores.
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Esa falta de entorno familiar sano llevó a Paloma a juntarse con un muchacho que conoció en la secundaria. Se embarazó, pero perdió al bebé a los tres meses. “Estaba muy ilusionada. Pensé que por fin iba a tener una familia”, cuenta. No quiso volver a tener hijos y eso provocó que su pareja la rechazara. Se separaron dos años después.
Más tarde conoció a otro joven, ella de 21, él de 18. Le prometió que construirían una vida juntos y ella le creyó. Se embarazó de María y, cuando quiso compartirlo con su pareja, lo encontró con otra mujer.
Así se convirtió en madre soltera. Tuvo que hacerse cargo de una pequeña sin el apoyo de una pareja ni el de su familia, como ocurre con muchas mujeres mexicanas que enfrentan situaciones similares. Ella identifica esos factores como detonantes de su impotencia y enojo.
“Sí llegué a pegarle a mi niña. Sí me desesperaba que llorara o que se pusiera a pedirme cosas. Al mismo tiempo, no quería que ella pasara lo que yo con mis papás, y repetirlo, y darme cuenta, era muy fuerte”, asegura.
DE VÍCTIMA A VICTIMARIO
La situación precaria en la que estaba la orilló a salir a pedir trabajo a la calle y así llegó a una caseta de policía de unos condominios cercanos a la localidad donde vivía. El cuidador, un señor de casi 40 años, le ofreció trabajo como vigilante. Ella aceptó.
La primera y segunda semana pasaron sin contratiempos, el hombre pagaba a tiempo. Pero le preguntaba cosas que la hacían sentir insegura: si su marido no se enojaba que anduviera en la calle, si era madre soltera, si su familia estaba al pendiente de ella. Típico.
Al término de la tercera semana de trabajo, el día de paga, el hombre entró a la caseta de vigilancia y cerró la puerta.
—¿Por qué cierra la puerta? —le cuestionó Paloma.
—¿Quieres que te pague? —le respondió mientras se acercaba a ella.
—Ay, qué bueno que ya llegó. Si tiene lo que me pague, mejor, para pasarle a comprar de comer a mi niña.
—¿Quieres que te pague? Sí, sí te voy a pagar, pero primero vas a estar conmigo —y de inmediato se le fue encima.
Paloma se cubre la cara cuando recuerda esa escena, entre sus dedos se alcanzan a filtrar un par de lágrimas.
“Yo siempre decía: ¿por qué una mujer cuando es violada no grita, no pega, no patalea, se quedan mudas? Y pues sí, te quedas muda, te paralizas. Yo me quedé paralizada, yo no pude decir nada, no grité, no nada. Lo único que hice cuando él acabó fue salir, quería que la tierra me tragara. No volví a regresar”.
Meses más tarde se dio cuenta de que, producto de la violación, había quedado embarazada. Fue al centro de salud más cercano a pedir apoyo para hacerse un aborto, pero ahí le pidieron que se hiciera un ultrasonido y análisis de sangre por cuenta propia para ver si era apta para interrumpir el embarazo.
“Yo no tenía dinero ni para darle de comer a mi hija, menos para hacerme esos estudios”, recuerda. Obtuvo los recursos, se hizo los análisis, pero ya era demasiado tarde.
Vivió un embarazo en depresión, bajo el silencio, a su familia le dijo que el papá de la segunda niña se había ido a Estados Unidos. “Tú siempre con tus pendejadas, por eso no quería que te casaras tan chiquita porque vienen los hombres y piensan que eres fácil”, le dijo su madre cuando le contó del embarazo.
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La pequeña Lucía nació una tarde de julio en la misma casa donde Paloma creció. De la nada sintió que no podía moverse y, cuando la vecina se asomó a causa de los gritos, descubrió que la bebé ya tenía mitad del cuerpo fuera. “Puja, puja”, le gritaba. Paloma, sin mucho esfuerzo, terminó por recibir a la chiquilla.
“No la abracé. Sentí rechazo. No la quería. Era mucho el rencor que tenía. Después dije: ella no tiene la culpa”, cuenta mientras le escurren las lágrimas por sus mejillas rosadas.
LA PREVENCIÓN ES RAQUÍTICA
María Teresa Sotelo, ex fundadora de la Fundación En Pantalla Contra la Violencia Infantil (FUPAVI), cuenta que a partir de un estudio que realizó en un hospital de gineco obstetricia y en cárceles, encontró que “las madres filicidas y las madres maltratadoras, en un casi 90 por ciento, habían pasado el embarazo con un rechazo total: no se habían vinculado con el bebé afectivamente”.
La falta de vinculación, reconoce, no es determinante en la comisión de un delito, hay otros factores como si hay alguna depresión sin tratar o alguna otra patología psiquiátrica sin diagnosticar o bien, factores sociales: desempleo, abandono, gente sin redes de apoyo.
En México, la depresión ocupa el primer lugar de discapacidad para las mujeres, casi el 60% de las personas que han sufrido depresión en el país pertenecen a este género, según el INEGI. El género, dice la Secretaría de Salud, es un factor determinante para la depresión, no solo por el rol social que se les atribuye a las mujeres sino porque son las principales víctimas de violencia sexual, muchas de ellas lo han vivido desde la infancia.
Aun con ese panorama, explica la especialista, es posible que médicos y enfermeras, junto con trabajadores sociales, puedan detectar estos casos a tiempo y orientar a las madres, padres y otros familiares a tener una vinculación adecuada con los recién nacidos y, sobre todo, subsanar con ayuda de las instituciones correspondientes otras situaciones que también vuelven el entorno de un menor vulnerable cerca de sus familias: el desempleo, la violencia entre pareja, adicciones, la falta de reinserción social tras la comisión de algún delito, entre otras.
Leonardo Mier, representante de la UNICEF en México, es claro al decir que se necesita un trabajo interinstitucional para identificar a tiempo los casos, para prevenir agresiones contra los niños. La mejor forma, afirma, es reforzar las habilidades parentales e impulsar la crianza positiva eliminando la idea de que los hijos son propiedad de los padres.
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Sin embargo, “uno de los problemas es que no tenemos una institución a la que, directamente, le corresponda revisar un trabajo de prevención de la violencia en el entorno familiar”, lamenta el especialista en derechos de la infancia. “O de fortalecimiento de las habilidades parentales o identificar familias en riesgo o apoyar a niños en situación de negligencia o víctimas de violencia”. La retahíla de carencias institucionales identificadas por Mier dibuja, en buena medida, el tamaño de un problema que cobra vidas.
Paloma no veía red de apoyo: su familia no le tiraba un lazo y el Estado, tampoco. Jamás había escuchado alguna campaña gubernamental que sugiriera qué hacer en caso de tanta desesperación. Ella dice que por eso, cinco meses después del nacimiento de su segunda hija, tomó la decisión de tomar un tropel de pastillas: quería quitarse la vida.
En su memoria aún está la imagen de haber arrullado a sus dos pequeñas para que dejaran de llorar. No recuerda que, al tratar de calmarlas, las apretó tanto contra su pecho que ambas dejaron de respirar. La causa de la muerte de las niñas, según reportaron los médicos forenses, fue asfixia.
Los datos de la necropsia eran sencillos, pero en lenguaje técnico: “Asfixia por sofocación en su variante de oclusión de orificios respiratorios”. Traducción: les tapó nariz y boca hasta que dejaron de respirar.
De acuerdo con las autoridades que la arrestaron, casi dos años después del doble homicidio (21 de abril de 2010), Paloma dejó escrita una carta: “Mi querida mama, cuando lean esta carta mis hijas y yo estaremos muertas, gracias a ti mi linda y querida madre, siempre te odie porque nunca tubistes tiempo para mi y mis problemas (sic)”. Paloma tampoco recuerda esa carta.
@alecrail