La voz casi única del presidente retumba desde el Salón Tesorería del Palacio Nacional cuando habla de sus opositores. Los llama conservadores, ignorantes, retrógradas, entreguistas, mafiosos, hampones, hipócritas, inmorales, racistas, reaccionarios, corruptos…
En el glosario de Andrés Manuel López Obrador, cada semana se suma un adjetivo para calificar a sus adversarios. La última vez los llamó desquiciados.
La idea que ha ido construyendo del poder, en casi un año de gobierno, no admite matices. En su Cuarta Transformación, sólo hay blancos y negros, héroes y villanos, patriotas y vendepatrias, pueblo y fifís, militantes de la causa y enemigos acérrimos.
Desde su toma de protesta, el 1 de diciembre de 2018, el presidente López Obrador pintó su raya respecto a los partidos de oposición, a sabiendas de que no los necesitaba para gobernar.
Aquella mañana, en el Palacio Legislativo de San Lázaro, los vio, los oyó y los encaró, pero no los incluyó en sus planes. Respondió a sus manifestaciones, a sus cartulinas, a sus mantas y a sus coros de protesta. Se rio con ellos y de ellos. Los azuzó y les advirtió que ocurriría lo que ha ocurrido durante todo el primer año de gobierno: que echaría a andar el cambio de régimen sin subirlos a bordo.
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Los 30 millones de votos que lo llevaron a Palacio Nacional, su mayoría en la Cámara de Diputados, su preponderancia en el Senado y sus 22 Congresos estatales con mayoría de Morena le han permitido darse el lujo de ni siquiera reunirse con los dirigentes del PAN, PRI, PRD y MC, los partidos a los que el 1 de julio de 2018 dejó en los huesos, moralmente derrotados.
López Obrador no necesita –o cree no necesitar– de Pactos por México, mesas para la reforma del Estado, diálogos en el Castillo de Chapultepec, o encerronas largas y aburridas con líderes partidistas y coordinadores parlamentarios.
No están en su agenda, ni quiere compartir con ellos ninguna decisión. Incluso aquellas políticas consideradas “de Estado” se definen sin consultarlas con los partidos que durante décadas decidieron el rumbo del país.
No sólo los ignora, sino que se da el lujo de minimizarlos en las conferencias mañaneras.
Un día, el presidente dijo que si se encontrara en la calle caminando al dirigente del PAN ni siquiera lo reconocería.
Otro día, llamó a todas las fuerzas políticas opositoras a la 4T a organizarse, unificarse y tratar de confrontarlo en 2021.
En más de una ocasión les ha sugerido utilizar la recién aprobada revocación de mandato para sacarlo del poder.
Soberbio y presuntuoso, en casi todas las mañaneras les dice que están en su derecho de criticar y cuestionarlo, de usar la actual libertad de expresión para confrontarlo.
“Ya no se persigue a los opositores, ni se espía a nadie”, se ufana el presidente.
Al PRIAN, y de paso a su expartido, el PRD, les atribuye el haber saqueado al país durante los 30 años del neoliberalismo; los acusa de haber hundido a los mexicanos en la desigualdad, la injusticia y la violencia.
Y cada mañana los utiliza como referente para construir la narrativa del cambio de régimen.
“Nos dejaron un país en ruinas”, repite una y otra vez.
En las filas de los adversarios caben todos: expresidentes, partidos, asociaciones de la sociedad civil, algunos empresarios, algunos sindicatos y los medios de comunicación intolerantes a sus políticas públicas.
Y lo cierto es que, frente a eso, los partidos derrotados no han sabido construir una oposición firme y articulada.
Son sólo dos los asuntos en los que los opositores lograron hacer valer su voz y sus votos en el Congreso, para frenar o modificar una iniciativa del nuevo gobierno: Guardia Nacional, cuya integración debió pactarse con la oposición para ser aprobada en el Senado, y revocación de mandato, que ya no se realizará el mismo día de las elecciones federales de 2021, como quería el presidente.
¡Vaya triunfo!
Salvo en esos episodios, la oposición ha sido espectadora más que protagonista del primer año de gobierno.
Mientras la figura de López Obrador se proyecta, los partidos lucen extraviados y desarticulados. Carecen de propuestas, discurso, creatividad y figuras populares.
El PAN es el principal partido opositor, con 78 diputados, 24 senadores y 10 gobernadores. Pero su rol como segunda fuerza política nacional se ha visto menguado por sus conflictos internos y la incapacidad para enarbolar causas ciudadanas.
En el lenguaje binario de la 4T, ni siquiera han logrado colocarse como la némesis del régimen, pues ese papel lo están jugando sus expresidentes, ya fugados del partido: Vicente Fox y Felipe Calderón.
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El PRI, después del peñismo, celebra que ya no pueda caer más bajo. Tiene 47 diputados, una bancada en el Senado que cabe en una selfie y 12 gobernadores que están más preocupados de que AMLO les dé presupuesto, obra pública y un trato cordial, que por construir un partido opositor.
La última vez que los priistas se congregaron, fue para elegir como dirigente nacional al campechano Alejandro Moreno, un político bien visto por el lopezobradorismo.
En el PRD batallan contra la extinción, con una dirigencia colectiva y una bancada de 11 diputados (cuatro de los 15 originales se declararon independientes para vender sus votos a Morena), 3 senadores y un gobernador.
Su oposición es más notoria en Twitter que en la vida real.
Caprichos del calendario: los tres partidos “grandes”, los que fueron mayoritarios en las últimas décadas, los constructores de la transición cumplieron en 2019 aniversarios redondos, que tuvieron que festejar desde la derrota: el PRI, 90 años; el PAN, 80 y el PRD, 30.
Su incapacidad de convertir la democracia en un instrumento útil para resolver los grandes problemas nacionales, sus gobiernos fallidos y corruptos, su divorcio con la sociedad, los hacen ver como instituciones del siglo XX inviables en el siglo XXI.
Parecen emisarios del pasado sin visión de futuro; viejos cascarones que no le dicen nada a los electores, ni a los que están con AMLO, ni a los que están en contra de AMLO.
Y finalmente está MC, el cuarto partido en disputa por un lugar en el espectro opositor.
Una fuerza revitalizada desde Jalisco, que hoy tiene un gobernador, 28 diputados y nueve senadores.
Un partido con un lenguaje menos acartonado y buenos mercadólogos, que sin embargo no ha logrado encontrar su sitio entre la izquierda progresista que pregona, y el conservadurismo provinciano de algunas de sus principales figuras.
Juntos, los cuatro partidos opositores suman 164 diputados, que no alcanzan a frenar una reforma constitucional en San Lázaro, pues Morena y sus aliados (PT, PES, PVEM) cuentan con 336 curules que representan las dos terceras partes requeridas para modificar la Carta Magna.
Pero en el Senado conforman un bloque de 51 legisladores, que se han convertido en el último reducto opositor capaz de bloquearle una reforma a López Obrador, o dificultarle un nombramiento, como ocurrió recientemente con Rosario Piedra Ibarra en la Comisión Nacional de los Derechos Humanos.
En esas circunstancias, ha transcurrido ya un año de administración, sin que la oposición pueda anotarse grandes triunfos.
Si bien el PAN y el PRI recuperaron algo del terreno perdido en tres estados que este año fueron a las urnas (Tamaulipas, Durango y Aguascalientes), lo cierto es que Morena le arrebató dos gubernaturas al PAN (Baja California y Puebla), y arrasó en Quintana Roo.
Lo paradójico es, quizás, que el Movimiento de Regeneración Nacional tampoco ha sido capaz de articularse en un partido sólido, cohesionado, moderno, a la altura de la inédita votación obtenida en 2018.
Hundido en una batalla fratricida, Morena no es ni la sombra de lo que representa López Obrador a nivel social y político.
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Y, sin embargo, sus opositores siguen pasmados, viendo las mañaneras mientras comen palomitas amargas; sin credibilidad ni ingenio para construir una alternativa de cara al 2021, cuando se renovarán la Cámara de Diputados, 15 gubernaturas, 29 Congresos locales y 2 mil ayuntamientos.
La gran elección está, otra vez, a la vuelta de la esquina, y hoy, la oposición tiene un aliciente adicional para despertar: la defensa del sistema electoral que todos los partidos –juntos– construyeron en los últimos 30 años.
Las irregularidades en la elección de la nueva presidenta de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos encendieron los focos de alerta en el tablero de los partidos de oposición. Temen que a la vulneración de la autonomía de la CNDH siga el asalto al Instituto Nacional Electoral por parte de Morena y el gobierno federal.
En esa defensa, la del sistema democrático que paradójicamente permitió la victoria de López Obrador en 2018, los partidos opositores pueden encontrar la mejor causa de su activismo, al menos en el corto plazo.
Un país sin oposición no le conviene a nadie, ni siquiera a López Obrador.
@chamanesco