En la época dorada del viejo sistema político los miembros del gabinete sabían que la clave para llegar a la presidencia era no destacar, hacer méritos en la penumbra, obedecer al pie de la letra las órdenes del señor presidente o anticiparse a ellas por telepatía, con la actitud solícita y diligente de un incondicional sin ambiciones. La opinión pública empezaba a prestarles atención cuando faltaba un año para el destape, con pocas y equívocas bases para evaluarlos, porque el ocultamiento de su personalidad los blindaba contra el escrutinio de la prensa. La obligación de no sobresalir tuvo a la postre consecuencias funestas, porque los rasgos de carácter del tapado o su careta ideológica favorita no afloraban hasta los primeros discursos de la campaña, pero entonces ya era tarde para rectificar errores y mucha gente se quedaba atónita al presenciar los coletazos de la serpiente salida del cascarón.
Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría cultivaron con el mayor denuedo el arte de pasar inadvertidos en su largo y penoso ascenso de la pirámide burocrática, cuyos peldaños subieron con la cabeza gacha, como los viejos sacerdotes mexicas. Fuera de sus superiores directos, a quienes se esmeraban por complacer, el resto de la sociedad los consideraba políticos del montón. Pero esa personalidad anodina era el mérito más valorado por los cuadros dirigentes que determinaban los ascensos y las caídas en desgracia de todos los cortesanos ávidos de poder.
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Desde que Díaz Ordaz, a las órdenes de Maximino Avila Camacho, comenzó a tratar con mano dura a los estudiantes revoltosos de Puebla, siguió la táctica de mimetizarse con el jefazo. Bajo las órdenes de Maximino fue una especie de gatillero, pero más tarde, para explotar la vanidad de Miguel Alemán, aplaudió desde el senado su delirante candidatura al Premio Nobel de la Paz. Echeverría era tan circunspecto como él y nadie se imaginó, mientras escalaba puestos en el partido oficial y en la Secretaría de Gobernación, que llegado al poder pretendería ser un gran líder del Tercer Mundo, ávido de codearse con Fidel Castro y Salvador Allende, mientras en lo oscurito prometía a Nixon mantener a raya el avance del socialismo en Latinoamérica. El despotismo de ambos triunfadores agachados se fue incubando durante su largo periodo de opacidad, en el que acumularon sin duda una gran cantidad de agravios y humillaciones, con la esperanza de cobrárselos cuando llegaran al trono.
La democracia no es una panacea, pero en ella los políticos encapuchados tienen pocas posibilidades de triunfo. Desde principios del siglo XXI hasta hace poco nos acostumbramos a saber de qué pie cojeaban los principales actores enfrascados en lucha por el poder, con un mínimo de sorpresas cuando llegaban a la presidencia.
Salvo Vicente Fox, el león cobarde del Mago de Oz, que una vez llegado a Los Pinos se guareció en las faldas de Martha sin atreverse a soltar un rugido, los presidentes que desde entonces hemos tenido han sido congruentes con la defectuosa personalidad que mostraron antes.
Pero con la llegada al poder de un caudillo investido de poderes supremos, el estereotipo del triunfador agachado vuelve a cobrar vigencia entre su corte de aduladores. A finales de enero, cuando Porfirio Muñoz Ledo no pudo denunciar desde la tribuna del Congreso el maltrato a los inmigrantes, porque se lo impidió la bancada de su partido, comprendió que habían regresado los viejos modos de hacer política: “Se comportaron todos como criados y criadas –declaró a El Universal–, fue denigrante, me decepcionaron profundamente. Viven en el pánico”.
Así vivía el propio Muñoz Ledo en los comienzos de su carrera, cuando aplaudió como diputado la represión del movimiento estudiantil del 68. Creía, sin embargo, que después de haber encabezado la corriente democrática del PRI en los años ochenta y de ser un actor protagónico en la transición a la democracia, méritos que a mi juicio lo exoneran ante la historia, se había ganado el derecho de criticar la política migratoria de AMLO. Pero el horror a la notoriedad que ha invadido a sus correligionarios los hermana con la vieja tribu del partido tricolor. Salvo Muñoz Ledo, Germán Martínez y Carlos Urzúa, ningún colaborador cercano del presidente ha osado señalarle desvaríos tan evidentes como la cacareada rifa del avión presidencial, que ha intentado componer con una pifia mayor: el sorteo de una cantidad estratosférica equivalente al precio de la aeronave, a costa de los empresarios que cedieron al chantaje con las manos en alto. ¿Ningún triunfador agachado de su partido pudo advertirle que estaba metiendo la pata? ¿Aconsejarle hablar menos y pensar más significaría su tumba política? ¿Tanto le temen a malquistarse con él? ¿Creerán que renunciando a su propio criterio van a transformar algo?