EMEEQUIS.– Llevo veinte años de residir en “la ciudad de la eterna balacera”, como la rebautizó José Emilio Pacheco, pero nunca me había sentido tan vulnerable. Desde la llegada de Cuauhtémoc Blanco a la gubernatura de Morelos, el miedo agobia y constriñe a todos los habitantes de Cuernavaca, mientras el crimen organizado alardea más que nunca de su poder. Percibí el engreimiento del hampa desde mayo del 2019, cuando fui a recoger unos lentes en una óptica cercana a la Plaza de Armas y me tocó ver a un agente del MP trazando con gis en el pavimento las siluetas de dos líderes del ambulantaje asesinados veinte minutos antes, cuando increpaban al ex árbitro de futbol Gilberto Alcalá, secretario de Desarrollo Social en el gabinete de Cuauhtémoc Blanco, durante una entrevista banquetera que el funcionario concedió a una televisora. El hampa utiliza el lenguaje de los símbolos para sembrar el terror y con ese doble crimen cometido ante cámaras y micrófonos, en plena sede del poder estatal, proclamó a voz en cuello que había suplantado a la autoridad.
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El fraccionamiento en el que vivo colinda con un barrio bravo, la colonia Antonio Barona. Predestinada desde su bautizo al odio fratricida (lleva el nombre de un general zapatista asesinado por sus propios compañeros cuando se disputaba una pieza de artillería con el general Genovevo de la O), la Barona se comenzó a poblar hace medio siglo, en los terrenos que una inmobiliaria había deslindado para construir una zona residencial. Las invasiones de predios frustraron ese negocio y la colonia creció anárquicamente, con callejuelas estrechas y mal trazadas que originalmente fueron de terracería. A pesar de su mala fama (los taxistas le dicen La Matona), la Barona es una colonia de gente honrada y trabajadora. Nunca me sentí amenazado cuando la recorría para ir al sastre, al zapatero, a las tortillas o a los talleres mecánicos. Pero a últimas fechas se disputan el barrio dos mafias enfrentadas a muerte: la de Los Colombianos, dirigida por un capo apodado El Señorón, y una célula morelense del CJNG, que al parecer controla la venta de drogas. La madrugada del 3 de septiembre me despertó una ráfaga de ametralladora: según el parte oficial, las huestes del Señorón asesinaron a nueve personas en un velorio, para cobrarse una afrenta cometida por el difunto a quien estaban velando. Pese a los patrullajes de la Guardia Nacional, desde entonces hay balaceras en la Barona cada semana (ya duermo con tapones en los oídos para no escucharlas). Los helicópteros de la policía que a todas horas sobrevuelan el frente de guerra contribuyen a erizarme los pelos.
En sospechoso paralelismo con la guerra entre cárteles, el gobierno estatal y el municipal se acusan mutuamente de negligencia en el combate al crimen organizado, y quizá ambos tengan razón. Tras la matanza en el velorio, Antonio Villalobos Adán, el alcalde morenista de Cuernavaca, se curó en salud acusando a Cuauhtémoc Blanco de no tener una estrategia eficaz para prevenir el delito. Meses antes, Santiago Nieto había anunciado una investigación por enriquecimiento ilícito contra Juan Manuel Sanz y Ulises Bravo, los hombres de confianza del gobernador. Con extraña celeridad, en una visita relámpago a Cuernavaca López Obrador exoneró a los compinches del exfutbolista. Quizá en el futuro se arrepienta de haber frenado a la UIF. O los titiriteros que manejan a Blanco están coludidos con el crimen organizado o su ineptitud le permitió adueñarse de Morelos.
Mientras tanto, la anarquía va ganado terreno. El Señorón se siente tan seguro que desde el inicio de la pandemia reparte despensas con su firma en los barrios pobres. Como ninguno de los cárteles en pugna podría operar sin apoyo policiaco, hay motivos para sospechar que Cuernavaca ya es una plaza comprada, como lo era Iguala cuando desaparecieron los 43 normalistas de Ayotzinapa. Pero como hay una puja entre dos o más compradores, ninguno tiene asegurada la hegemonía. Sólo una cosa es clara: en Cuernavaca ya no mandan Cuauhtémoc Blanco ni Antonio Villalobos Adán. Derrocados por el Señorón y el Mencho, ahora son cobradores de impuestos que se limitan a lamentar los asesinatos.
El miércoles pasado hubo una balacera más, ahora en la Plaza Averanda, donde voy con frecuencia a pasear a mi perra. Una banda de ladrones intentó asaltar una joyería y se dio a la fuga sin conseguirlo. El 14 de agosto hubo otra matanza muy cerca de la misma plaza, en la colonia Flores Magón, donde murieron seis personas. Mucha gente ya no quiere salir a ninguna parte, de modo que esta oleada delictiva puede agravar el círculo vicioso de las quiebras de negocios y el desempleo. Condenados al arresto domiciliario, los vecinos de la muerte sólo podemos rogarle, de la manera más comedida, que sea tan amable de no tocar nuestra puerta.