Según Jorge Zapata González, el nieto de Emiliano Zapata que encabezó las protestas contra el cuadro Revolución, la pintura de Fabián Cháirez que muestra a su abuelo desnudo y con tacones, a lomos de un caballo con el miembro erguido, “denigra a Zapata pintándolo como gay” (El Universal, 10/XII/ 2019). Para vengar esa afrenta, el martes de la semana pasada irrumpió en el palacio de Bellas Artes un contingente de 150 campesinos morelenses, miembros de la Unión Nacional de Trabajadores Agrícolas, que golpearon a un pequeño grupo de representantes de la comunidad LGBTI, a quienes tacharon de maricones, pervertidos y sidosos. La fuerza pública no intervino para defender a los agredidos, porque desde hace tiempo se cruza de brazos ante cualquier atropello que tenga visos de reclamo popular.
Como suele ocurrir en un país donde la violencia doblega diariamente a la ley, el ataque surtió efecto, pues si bien la Secretaría de Cultura no aceptó retirar el cuadro, concedió a los quejosos, bajo presión de la presidencia, la ominosa prerrogativa de colgar junto a la pintura una cédula en que la familia Zapata condenará la obra, imputándole seguramente intenciones aviesas. Se ha consumado así un atentado contra la libertad de expresión artística y al mismo tiempo, una bofetada a la libertad sexual, pues al darle la razón a los censores, López Obrador tomó partido por la moral represiva de los machistas recalcitrantes. Colgar junto a la pintura un manifiesto homofóbico no sólo significa imponerle una interpretación al espectador: implica también –y esto es lo más grave– aceptar oficialmente que el afeminamiento deshonra al hombre.
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Ni las blandengues autoridades ni Jorge Zapata González parecen haber advertido que para la comunidad gay, resaltar los atributos femeninos de un varón equivale a ennoblecerlo. Fabián Cháirez es sin duda un provocador, pero su provocación tiene un sólido fundamento moral: en un país desangrado por el machismo patológico de los narcos, los policías y los militares corruptos, en un pandemonio donde la masculinidad sobreactuada ha cobrado cientos de miles de víctimas, acentuar con ánimo festivo el componente femenino de la virilidad (el ánima junguiana que todos llevamos dentro) sólo puede ofender a quienes veneran de rodillas los símbolos del poder masculino fundado en la fuerza bruta.
Cháirez no quiso denigrar a Zapata, sino relativizar humorísticamente los antivalores hombrunos que ponen en riesgo la vida civilizada. Zapata es un héroe muy querido por el pueblo y no dejará de serlo porque un artista lo haya pintado así, pero nadie puede negar que también es un arquetipo del machismo a la mexicana. Haya tenido o no comercio carnal con Ignacio Díaz de la Torre, el yerno de Porfirio Díaz, la comunidad gay tiene el derecho de transfigurar ese símbolo como lo han hecho otros grupos sociales. En bares y discotecas prolifera desde hace tiempo la imagen de Zapata con corte de pelo a la skinhead y arracada de chavo punk. Ese sacrilegio no agravió a los familiares del caudillo, tal vez porque dejaba ilesa su recia masculinidad. Pero verlo desnudo y con tacones, entornando los ojos con arrobo, como si en vez de montar a caballo jineteara un falo, les hizo temer que el rumor sobre la bisexualidad de Zapata pudiera salpicarlos de lodo.
Lo que se propone la vanguardia liberal, representada en este caso por un pintor, es abolir el lodo para que ya no pueda manchar a nadie, inculcarle al pueblo que las preferencias sexuales heterodoxas no denigran a quienes las eligen, o dicho de otra manera, que el honor no reside en la entrepierna del ser humano, como sostiene la moral judeocristiana. Por desgracia, en toda Latinoamérica prevalece la idea de que la fama de matón denigra menos que la de homosexual. En 2012, Juan Camilo Ferrand, el guionista de Escobar, el patrón del mal, me contó que los esbirros del capo de Medellín aceptaron que la teleserie saliera al aire bajo la condición de que ningún miembro del cartel fuera exhibido como homosexual. Ferrand sabía que varios de ellos lo eran y quería narrar sus historias, pero tuvo que dar marcha atrás por orden expresa de la cadena Caracol. En Colombia y en México, los sicarios están dispuestos a reconocer con orgullo sus incontables crímenes, siempre y cuando nadie ponga en duda su virilidad, que para ellos tiene un valor sagrado. Provocaciones como la de Cháirez intentan combatir esta aberración desde la trinchera del arte, pero la autoridad, en este caso, actuó como los productores de la teleserie colombiana, lavándose las manos para salir de apuros, aunque su decisión robustezca un maligno tumor social. Sin embargo, los herederos de Zapata no deben cantar victoria: su protesta fue un tiro por la culata, porque le dio una gran publicidad al desliz homosexual del prócer, y en el futuro ninguna cédula mojigata le podrá quitar esa condecoración. Malas noticias para su ilustre apellido.
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