EMEEQUIS.– El principal obstáculo para mantener amistades toda la vida es la pérdida de afinidades provocada por la divergencia de gustos, ideologías o trayectorias profesionales. “Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”, decía Pablo Neruda y cuando eso sucede, hasta los íntimos pueden volverse extraños. La evolución o la involución de cualquier persona es impredecible y algunos amigos de la juventud quizá se sientan defraudados por nuestra personalidad madura, ya sea porque ellos no cambiaron tanto o porque no advierten su cambio. Las amistades mueren de manera natural por la erosión de la argamasa que las unía. Pero entre los amigos con afinidades permanentes, que han sobrevivido a muchos avatares de la existencia, también hay, por desgracia, subrepticios duelos de poder que van convirtiendo el trato social en un juego de vencidas. Tanto en el amor como en la amistad, desde el momento en que alguien se pregunta “¿quién necesita más a quién?”, la viborilla de la soberbia se introduce en el santuario de los afectos.
Yo creía que el inconfesable afán ser el amigo más solicitado y querido solamente irritaba a los ogros antisociales de mi calaña. Pero al leer la correspondencia de Truman Capote (titulada Un placer feliz en la insufrible traducción al gachupín de Jaume Bonfill), descubrí que hasta ese gran triunfador social resentía el alejamiento inexplicable de sus mejores amigos: “Hay personas que sólo escriben cartas cuando las reciben, que sólo telefonean en respuesta a una llamada previa –le reprochó al académico Newton Arvin, un examante que lo rehuía durante largas temporadas–. Es decir, que si el otro nunca los busca, nunca más van a saber de él. He conocido a mucha gente como tú y esta peculiaridad vuestra, siempre me deja azorado. En resumidas cuentas, soy yo quien acciona siempre toda la mecánica de nuestra amistad. ¿Por qué, para la gente como tú, la iniciativa siempre tiene que venir del otro?” (Corrijo el estilo de Bonfill para evitar sus galimatías. Si los traductores catalanes ya no dominan el castellano, ¿por qué los contratan?).
Muchos padecemos el maltrato del que se quejaba Capote, pero quizá hemos desempeñado también, con plena conciencia o sin ella, el odioso papel del amigo que sólo se deja querer. La falta de reciprocidad en el afecto poco a poco lo va desgastando, hasta que un día fallece de inanición. Muy poca gente domina el arte de cultivar amistades, pues la mayoría creemos erróneamente que son plantas silvestres. Tal vez lo sean en la juventud, pero a partir de la madurez hay que regarlas con dedicación, esmero y desinterés. Mezquindades como las descritas por Capote hacen más daño que una discusión abierta. La conducta de los malos amigos se parece mucho a la del amante castigador o la femme fatal que reciben amor a borbotones, pero lo dan a cuentagotas. En las lides amorosas, quien acepta ese tipo de vasallajes puede sacarles jugo si tiene talento para componer boleros o tangos; de lo contrario sólo padecerá humillaciones. Pero el ganador o la ganadora de las vencidas se condena a tolerar los mimos de un perro faldero a quien menosprecia. La victoria, en este caso, envilece tanto como la derrota.
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La disyuntiva en que nos coloca el distanciamiento inexplicable de un buen amigo es apechugar su desdén y seguirlo buscando o pagarle con la misma moneda, un camino seguro al divorcio definitivo. Algunos, como Capote, optan por el jalón de orejas fraternal. Entre personas que se tienen confianza, esos reclamos no deberían causar demasiado escozor. Pero me temo que buscar la avenencia con lamentos es más fácil para un gay que para un buga. Entre varones, reclamarle a un amigo que nos haya ignorado durante meses equivale a exhibir una debilidad feminoide. Quien se resquebraja de esa manera exhibe su naturaleza más vulnerable y seguramente no logrará restablecer el vínculo afectivo, pues a nadie le gusta que le recuerden los deberes de la amistad. De hecho, invocarlos en tono quejumbroso equivale a reconocer que el trato frecuente ya no es grato para el regañado.
Ante los desvíos crónicos de un amigo que está dejando de serlo es inevitable preguntarse, ¿qué hice para merecer esto? En México, donde aprendemos desde la cuna un vasto repertorio de eufemismos hipócritas, no es raro perder amistades sin averiguar jamás la causa de su defunción. Todo sucede bajo una gélida atmósfera de cortesía en la que está prohibido aclarar paradas. Nuestro impecable tacto para eludir conflictos nos obliga a presenciar cómo crecen las grietas de la amistad con una sensación de impotencia.
Exigir explicaciones nos obligaría a una dosis de franqueza que una persona sensata sólo se puede permitir en el diván del psicoanalista. Si nos falta confianza para declarar lo que nos molesta de un amigo, tal vez nunca lo fue de verdad.