EMEEQUIS.– Estados Unidos es un país de contrastes. Lo mejor y lo peor de la sociedad occidental se encuentra aquí: la riqueza ominosa y la pobreza que ofende; la apuesta por la ciencia y la necedad del fanatismo; las luchas por los derechos humanos, y el sofocamiento de ellos –a través de la rodilla de un policía colocada sobre el cuello de un hombre, hasta matarlo.
Paradójicamente, esta constante contradicción es la que le da equilibrio al país que aún se precia de ser una democracia. Con matices, esta sociedad en general funciona como un péndulo: cada golpe hacia un lado implica que el siguiente será de similar magnitud e irá en sentido opuesto.
Un ejemplo es el avance del movimiento por los derechos civiles, que dio origen a los grupos blancos supremacistas; o la despenalización del aborto, que exacerbó las acciones de los grupos provida más radicales. El caso más extremo –o al menos el más notable– ha sido la elección de un presidente negro; un hecho inédito entre las democracias llamadas de primer mundo, en donde los presidentes son personas blancas. Un golpe de péndulo tan fuerte, que el movimiento de reacción fue la llegada de Donald Trump a la presidencia.
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También podemos inscribir en esta lógica lo ocurrido durante los últimos tres años: la toma de posesión de Trump, y un día después, la protesta de cinco millones de personas que participaron en la Women’s March. O el anuncio del Muslim Ban, la medida que limita el ingreso a Estados Unidos desde ciertos países árabes, y un par de días después, 24 millones de dólares en donaciones a ACLU, la organización de defensa de derechos civiles más grande del país. Y desde luego, los acontecimientos más recientes: el asesinato del afroamericano George Floyd, quien, esposado, y en el piso, dejó de respirar tras ocho minutos de ser estrangulado por el agente de la policía que le puso la rodilla en el cuello. El péndulo se ha ido para el otro lado, y durante una semana este país ha visto estallar, en tiempo real, el hartazgo de una sociedad que vuelve a decir “basta”.
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En agosto de 2016, Colin Kaepernick, mariscal de campo de los 49ers de San Francisco, decidió poner una rodilla en el piso durante la entonación del himno nacional estadounidense, como protesta por la brutalidad policiaca y la segregación en contra de la comunidad afroamericana en Estados Unidos. No es que el gesto fuera dirigido a un gobernante o a una autoridad en específico, sino a un sistema que ha convertido la violencia étnica y racial en un elemento clave para su funcionamiento.
Los engranes que hacen que opere la maquinaria de este país, están formados por trabajadores vulnerables –negros, latinos, inmigrantes, pobres, indocumentados, en ocasiones individuos con dos o más de estas características– cuya labor resulta incuestionable en tiempos de crisis. Durante los meses de la pandemia de Covid-19, los estadounidenses han descubierto que los trabajos esenciales –el cultivo, cosecha y distribución de alimentos; el empaque de carnes y lácteos; las tareas de transporte y distribución; las tareas de limpieza; las tareas de cuidado a la salud– están justamente en manos de esos trabajadores: los que pertenecen a colectivos discriminados, desprotegidos, vulnerables, que permiten la preservación del privilegio de los privilegiados.
La rodilla en el suelo que le costó a Kaepernick la pérdida del empleo y la censura al interior de la NFL –una acción azuzada por Trump, quien unos meses después dijo a los directivos de la liga que tendrían que despedir a cualquiera que repitiera el gesto–, lo convirtió en un icono de la protesta contra la segregación racial. Y así, en estos días, la rodilla de Kaepernick se ha reproducido por millones.
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Las imágenes compartidas en noticieros y redes sociales a partir de las primeras protestas en distintas ciudades, también reflejan la dualidad de este país. Por las noches, actos vandálicos, el despliegue de policías y militares, las cargas contra periodistas y ciudadanos que defendían con furia su derecho a las calles, dieron material para cubrir la necesidad informativa de la mañana siguiente. La otra parte recibió menos cobertura, pero es la que, por una vez, cambió la dinámica entre agresores y agredidos.
“Quiero estar con ustedes de verdad”, decía el alguacil del condado de Genesse, Michigan, a quienes protestaban. El hombre, rubio y fornido, se quitó el casco, pidió a sus oficiales que dejaran las macanas en el suelo, y a petición de los manifestantes se unió a la marcha[1]. En Camden, Nueva Jersey, oficiales de la policía cargaron una pancarta con la leyenda “estamos en solidaridad” y se unieron a una muchedumbre coreando “sin justicia no habrá paz”[2]. En Kansas City, Missouri, dos agentes de policía, uno blanco y uno negro, fueron fotografiados sosteniendo un cartel que decía “Alto a la violencia policial”[3].
Como un péndulo que funciona a la perfección, durante el fin de semana que siguió a su asesinato, la rodilla en el cuello de George Floyd provocó más episodios de represión, y también una reacción en el sentido opuesto.
En Santa Cruz, California, Andy Mills, jefe de la policía local, se arrodilló, tal como lo hizo Kaepernick, mientras la cuenta de Twitter de su organización compartía en un mensaje “en memoria de George Floyd y para llamar la atención sobre la violencia policiaca en contra de la comunidad negra”[4]. En las calles de Nueva York, al centro de una protesta, policías uniformados y con placa al pecho, pusieron la rodilla sobre el suelo. Y en Coral Gables, Florida, la imagen de una decena de agentes de policía en la misma posición, se reprodujo por todo el país a través de la cadena de noticias CNN[5].
En Estados Unidos, el péndulo se mueve. Las dos rodillas de este país, lo mejor y lo peor de esta sociedad, vuelven a poner de manifiesto sus contradicciones: mientras una rodilla te asfixia, la otra te ofrece un atisbo de humanidad.
@eileentruax
[5] https://www.cnn.com/videos/us/2020/06/01/police-kneel-solidarity-protesters-george-floyd-death-es-vpx.cnn