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La muerte está de moda

Ahora que la pandemia nos enfrenta a nuestra fragilidad, ANA CLAVEL hace un recuento de epitafios célebres. “Si no viví más es porque no me dio tiempo” (Marqués de Sade). O “estoy aquí en contra de mi voluntad” (anónimo). Sin olvidar: “la vida no vale nada”, de José Alfredo.

Por Emequis
4 / 4 / 20

 

 

 

In memoriam del

Cucurrucucú Palomo, 

Armando Vega-Gil, 

a un año de su último vuelo.

 

Decimos que sabemos que vamos a morir, pero en realidad no lo creemos, o preferimos no pensar en ello. Imagínense lo aterrador que puede ser estar conscientes todo el tiempo de nuestra fragilidad y vulnerabilidad. Ir por la calle y que te caiga un tabique de las numerosas construcciones que surgen como hongos de concreto por toda la ciudad. O que de pronto un medicamento te caiga mal y tu cuerpo reaccione con medidas de bombero frustrado ante un incendio de combustión interna como en el Síndrome de Stevens-Johnson, ese fenómeno hasta hace poco misterioso que reducía a una persona a cenizas sin ninguna explicación aparente más que el “rayo flamígero de Dios”.

Por eso una pandemia como la que estamos viviendo nos pone en jaque: porque nos enfrenta a una realidad que instante a instante queremos evitar: nuestra muerte y la de nuestros seres queridos. Si son enemigos o gente que de plano detestamos, a la mejor podemos ser misericordiosos y sólo desearles que la muerte sea rápida, pero algo terrible hay en pensar que como especie también corremos el riesgo de extinguirnos. Ahí sí resuenan los ecos de una colectividad que, por más errores que cometa, de pronto siente el llamado de la tribu y proclama el instinto de reafirmar la vida.

Entonces entra de por medio el miedo, pánico, ansiedad ante la muerte, ataques narcisistas al estilo “No merezco morir –al menos no todavía…”. No es nueva esta vivencia como resultado de epidemias. Una de ellas, la de la Peste Negra de 1347-1351, arrasó con una tercera parte de la población de Europa, tan terrible con sus 200 millones de muertes, que le dio nombre al término “apestados” para quienes sufrían el mal y se pudrían por dentro, con el subsecuente olor nauseabundo. Tan penetrante el concepto, que en nuestra conciencia metafórica, llamamos “apestados” a aquellos que sin emitir olor alguno, son señalados por alguna falla moral o social y entonces se produce una burbuja de rechazo frente a su cercanía. 

En la Edad Media se creía que la peste era un castigo de Dios y por eso la gente se azotaba para aplacar su ira en procesiones que iban de aldea en aldea y fueron conocidas como Danzas de la Muerte. En la hermosa película de Bergman El séptimo sello, nos encontramos en una escena con un pintor de una ermita que plasma una danza de la muerte en los muros, cuando llega el escudero del protagonista, un caballero que juega al ajedrez con la Muerte. Ahí, pintor y escudero sostienen el siguiente diálogo:

-Con esas pinturas terribles no harás feliz a la gente.

-¿Por qué habría de hacer feliz a la gente? También hay que asustarla.

-Entonces cerrarán los ojos.

-Claro que mirarán. Una calavera es más interesante que una mujer desnuda. Si les metes miedo, entonces piensan.

-¿Y si piensan… entonces qué?

Entonces les entra más miedo.

Podría parecer más bien un diálogo de locos firmado por el grupo británico Monty Python, porque la frontera entre la tragedia y la comedia en situaciones límite se desdibuja. Un refrán japonés que me encanta dice que el tiempo que uno ríe es tiempo que pasa con los dioses. Yo interpreto que es porque con la risa nos volvemos un poco inmortales, se nos olvida nuestra vulnerabilidad, se anula la barrera del tiempo y el espacio como también sucede en esa otra experiencia no en balde llamada la “pequeña muerte”: el éxtasis amoroso.

LA VIDA NO ES MUY SERIA EN SUS COSAS

Por eso celebro que en una legendaria cantina de Tampico su antiguo dueño haya tenido el buen tino de llamarla “El Porvenir”, y que en su interior, en letras grandes para que todo mundo pueda leerlas, presida la frase que es un verdadero tiro de gracia del ingenio: “Aquí se está mejor que enfrente”. ¿Y dónde es “enfrente”? La cantina se haya situada precisamente frente al Panteón Municipal. 

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Vida, muerte, humor. Lo vemos en las calaveritas que se componen el día de muertos, en los chistes y memes que salpican la red de sangre gracias a los embates de la violencia y del crimen organizado, episodios y noticias que parecen olvidársenos en estos días de plaga. Como sea, este recordatorio de la muerte que vivimos entre el shock y la negación, me ha traído a la mente algunos epitafios memorables. El primero, y me quito el sombrero, es el famoso de Groucho Marx, que contaba que su lápida diría: “Disculpe que no me levante”. Vaya muestra de humor fino y… caballeroso. Otro que ideó el filósofo Miguel de Unamuno es: “Dios guarde en su gloria a este pobre ateo”. Supongo que a los familiares de ambos personajes les parecieron poco apropiadas tales palabras, así que se pasaron su voluntad expresa por el conocido arco triunfal y sólo los conocemos por referencias pues no están en las tumbas de sus respectivos autores. 

Otro que escogió su epitafio, pero al que sí le respetaron su deseo en su tumba de Guanajuato, fue el compositor José Alfredo Jiménez. Fiel a su estro musical, eligió uno de los títulos de sus más afamadas canciones, que puesto en letras de bronce sobre su monumento funerario, no deja de hacer un guiño genial de ironía: “La vida no vale nada”.

Dos epitafios memorables que están en el cementerio de Père-Lachaise en París, son los del Rey Lagarto Jim Morrison y del dramaturgo de la Comédie-Française,  Molière. El primero es una frase en griego: “Kata ton daimona eaytoy”, que puede tener dos significados: ‘Al espíritu divino que llevaba en su interior’ y ‘Cada uno es dueño de los demonios que lleva dentro’ –pero recuérdese que daimona son ángeles o mensajeros para la filosofía ática y no tiene el sentido nefasto que le confiere la religión–. El otro dice así: “Aquí yace Molière, el rey de los actores. En estos momentos hace de muerto y de verdad que lo hace bien”. Ambos se encuentran muy cerca del monumento a Oscar Wilde, que por epitafio lleva el de innumerables besos que hombres y mujeres dejaban marcados con bilé en la piedra votiva de antes, y ahora en la barrera de acrílico que resguarda la integridad de la tumba. El hombre genial y vanidoso que fue despreciado y encarcelado por su condición homosexual, que apenas en 2017 fue reivindicado por el gobierno británico, se lleva así la palma de los reconocimientos post-mortem como una dulce y vengadora ironía de la vida, que a veces, pone las cosas y a algunos, en su lugar.

Aunque los familiares del gran poeta José Gorostiza pidieron que sus restos fueran trasladados a la Rotonda de las Personas Ilustres (antes llamada de los Hombres Ilustres, pero afortunadamente hasta al más allá llega la lucha de género), a la fecha no hay ahí lápida para el escritor tabasqueño. En su caso, dos epitafios serían ideales a partir de su poema mejor conocido, Muerte sin fin: el título mismo del poema, y el final de éste: “¡Anda, putilla del rubor helado, / anda, vámonos al diablo!” 

“POR FAVOR, MUERTE, QUE SOY VIRGEN, HÁZMELO SIN DOLOR…”

Hay innumerables muestras de epitafios de famosos y desconocidos que circulan en la red, así que sólo destaco estos que me parecen emblemas del humor:

  • Estoy aquí en contra de mi voluntad: anónimo
  • Dijo el cuervo: Nunca más: Edgar Allan Poe
  • Si no viví más es porque no me dio tiempo:  Marqués de Sade
  • Esto es lo que les pasa a los chicos malos: Alfred Hitchcock
  • Soy escritor, pero nadie es perfecto: Billy Wilder
  • Aquí yace el Pensador Mexicano que hizo lo que pudo por su patria: José Joaquín Fernández de Lizardi
  • Espero que Cristo cumpla su palabra: Miguel Delibes 
  • Que baje el telón, la farsa terminó: Rabelais
  • Aquí yaces y yaces bien, tú descansas y yo también: epitafio que puso un yerno en la tumba de su suegra en Sevilla
  • Llame fuerte como para despertar a un muerto: epitafio de Jean Eustache (lo dejó en la puerta de la habitación del hotel en la que se pegó un tiro).
  • Por favor, muerte, que soy virgen, házmelo sin dolor: Luis Artigue

 

Hay un cuento de Juan Rulfo sobre una mujer embarazada a la que, a pesar de todos sus planes y sueños, la vida parece ponerle una zancadilla a la hora de bajar una escalera. Se llama precisamente “La vida no es muy seria en sus cosas”. Y fue lo que pensé cuando vi la tumba de Jorge Luis Borges en el cementerio de Los Reyes en Ginebra. En una estela de piedra se encuentran grabados siete guerreros nortumbrios y la frase: “And ne forthedon na”, que en buen sajón antiguo quiere decir: “Y que no temieran”, en alusión a un jefe que arenga a sus soldados a la hora de enfrentar una horda vikinga, pero en este caso, un llamado a enfrentar lo desconocido sin temor. Grandiosa frase y sencilla tumba. Sin embargo, la vida no es muy seria en sus cosas: a espaldas de la lápida del gran escritor argentino, reposan los restos de Grisélidis Réal [1929-2005], cuyo epitafio dice escuetamente: “Escritora, pintora, prostituta”. A saber si Jorge Francisco Isidoro Luis y Grisélidis se hubieran llevado bien de haberse conocido en persona, pero lo que es ahora no les queda más remedio que estar en santa paz. 

Vaya que a la vida -o al azar, o a Dios, o al diablo-, le gusta jugar bromas y sonreír a su manera. Y si ellos no son tan serios en sus cosas, ¿por qué habríamos nosotros de serlo? 

Como dijera una canción del grupo de rock español Mecano: “No es serio este cementerio”. 

 

Pd. En estos tiempos de pandemia y tecnologías ubicuas, pertenezco a la casta privilegiada de los que trabajan en casa, pero la chamba sin horarios y sin mayor paga, se ha quintuplicado. Por lo que siguiendo el humor en estos momentos que la muerte vuelve a ponerse de moda, sugiero un epitafio que diga:

CoronaCaput.
 No murió de Covid-19

pero sí de sobrecarga de trabajo

 y agotamiento digital.

Hasta la próxima.

 

 

@anaclavel99

Con la colaboración de Pablo Lamoyi.

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