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Estatuas caídas, racismo incólume

“Es más difícil derribar prejuicios que estatuas”, escribe ENRIQUE SERNA, sobre las protestas contra el racismo. “El delirio de superioridad racial es un autoengaño nacido del temor a la tribu ajena”.

Por Emequis
6 / 22 / 20
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EMEEQUIS.– Los manifestantes que han derribado estatuas en protesta por el asesinato de George Floyd libran al mismo tiempo una batalla contra el racismo de hoy, el de los fascistas confesos que detentan el poder en Estados Unidos, y el racismo de ayer, cuyos más ilustres representantes no han recibido, a su juicio, la condena unánime que se merecen. Su intención es condenar para siempre las causas que defendieron personajes como el general Robert E. Lee, jefe de los Confederados durante la guerra de Secesión, a quien la ultraderecha estadunidense todavía venera. Por supuesto, los supremacistas blancos no se cruzan de brazos y defienden a balazos la memoria de su prócer. Al parecer, ambos bandos creen que los símbolos de piedra expuestos a la vista de todos mantienen viva una creencia o una ideología. 

Ni el racismo desaparecerá cuando deje de ser honrado en las calles, ni la estatua de un caudillo esclavista puede legitimarlo, pero tirios y troyanos aspiran a emitir un veredicto histórico definitivo, como si la vigencia o la caducidad del pasado dependieran de una riña callejera. Para cualquier amante de la libertad, la declaración de los Derechos del Hombre sepultó el racismo desde los tiempos de la Revolución Francesa. Pero su ascenso al poder en Estados Unidos, Brasil y varios países de Europa dejó en claro que la humanidad no está vacunada contra un abismal retroceso histórico. ¿Quién se hubiera imaginado hace veinte años que dos émulos de Hitler gobernarían los países más poderosos de América?  El duro revés que la izquierda sufrió en ambas naciones dejó en claro que la historia conmemora acontecimientos y explica sus causas, pero no determina el destino de las naciones. Tal vez la ultraderecha sea derrotada pronto en Brasil y Estados Unidos, pero la amenaza que representa su enorme base social debería inducirnos a una fuerte autocrítica. Si desde hace doscientos años quedó abolida la esclavitud, ¿por qué prevalecen por doquier los privilegios de casta? Si su efecto envilecedor es tan evidente, ¿por qué ganan elecciones los creyentes en la superioridad racial?

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 A principios de la guerra civil española, cuando los militares fascistas entraron a la Universidad de Salamanca gritando “¡viva la muerte!”, su rector Miguel de Unamuno les respondió: “venceréis, pero no convenceréis”. En vez de aplaudir con los ojos cerrados a los manifestantes que en distintas partes del mundo profanaron o derribaron estatuas de Cristóbal Colón, Juan de Oñate (conquistador de Nuevo México), el rey belga Leopoldo II (principal beneficiario de la desalmada explotación del Congo), Cecil Rohdes (colonizador inglés de Sudáfrica) y Winston Churchill (arrogante defensor del imperialismo), valdría la pena preguntarnos si con esas demoliciones lograrán convencer a quiénes no piensan como ellos, o por el contario, robustecerán sus prejuicios. Porque detrás de cualquier guerra ideológica hay una guerra cultural y me temo que la doctrina de la corrección política la está perdiendo en muchas partes del mundo, porque sus manuales de urbanidad y sus procesos inquisitoriales sólo han servido para amurallar cotos de poder en los medios de comunicación y en las universidades.

En Francia, por ejemplo, la mayoría de los obreros y los campesinos se sienten amenazados por las oleadas de inmigrantes, y como el partido socialista no les ofrece ninguna solución para ese problema, otorgan su voto al Frente Nacional de Marine Le Pen, que desearía expulsar de Francia a los magrebíes.  Algo similar ocurre en Estados Unidos, donde muchos obreros, albañiles y agricultores apoyan a Donald Trump. El diálogo entre ambos bandos está roto, de modo que los valores éticos quedan relegados a un segundo plano en los debates electorales, donde el pragmatismo económico decide el voto de las mayorías. 

Es más difícil derribar prejuicios que estatuas. Los nacionalistas xenófobos no van a cambiar de mentalidad, a menos de que sean sometidos desde la cuna a un titánico proceso de reeducación. Quienes aborrecen a sus competidores de piel oscura porque pueden quitarles puestos de trabajo no saldrán de su error a menos de que alguien los convenza de unirse con ellos en una gran organización universal de trabajadores, como la que soñaron Marx y Engels. Sólo la persuasión y la astucia pueden lograr ese acercamiento.

El delirio de superioridad racial es un autoengaño nacido del temor a la tribu ajena. Pero en materia de autoengaños, las huestes igualitarias y libertarias no se quedan atrás, pues exhiben a diario una superioridad moral igualmente falsa. Renunciar a ella sería el primer paso para reanudar el diálogo con el bando enemigo, pero me temo que nadie quiere darlo en una familia tan embelesada con el narcótico reflejo de su pureza.

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