EMEEQUIS.– El medio no es el mensaje, como creía Marshall McLuhan. La experiencia demuestra que el talento puede florecer en condiciones adversas, donde nadie espera toparse con él. Cualquier medio de comunicación puede albergarlo, aunque por su aparente frivolidad, algunas de esas vitrinas parezcan totalmente ajenas a la ambición artística o intelectual. Cuando un genio desconocido colabora, por ejemplo, en una revista de modas, su nombre no le puede ayudar en la tarea de seducir a las lectoras. Pero quizá ese público incontaminado por los sellos de prestigio tenga la mente abierta para aprender a volar cuando se topa por accidente con un avión.
Así reaccionaron, tal vez, algunas lectoras de los breves comentarios y reseñas que Jorge Luis Borges publicó en la revista El hogar entre 1936 y 1939, cuando todavía no era un escritor famoso y taloneaba donde pudiera para complementar sus ingresos. En aquellas colaboraciones, recopiladas por Emir Rodríguez Monegal y Enrique Sacerio Garí en Textos cautivos (Tusquets, 1986), Borges no cometió el error de atribuir a sus lectoras un coeficiente intelectual bajo, aunque probablemente lo tuvieran. Procuró tratarlas como lectoras cultas, con la actitud de un maestro que respeta la inteligencia de cualquier interlocutor y le atribuye una viva curiosidad para aventurarse a descubrir obras y autores. No hay la menor diferencia entre esos prodigios de condensación y los magistrales ensayos que Borges publicaba al mismo tiempo en la encopetada revista Sur, el cenáculo intelectual más importante de Latinoamérica. Era, por así decirlo, un infiltrado que a la chita callando trataba de incitar al gran público a no conformarse con baratijas.
Sin querer, Borges nos enseñó en esa revista de modas que la tarea de educar el gusto literario exige renunciar de entrada a la pedantería. Los esnobs son incapaces de reconocer una obra maestra cuando se les presenta en estado bruto, sin las condecoraciones que los obnubilan. En cambio, el artículo publicado en una revista de modas se tiene que defender solo, sin apelar al prestigio de quien lo firma, puesto que las credenciales del autor no le dicen nada a sus primitivas lectoras.
TE RECOMENDAMOS: DIFAMACIÓN DE LA CRÍTICA
Un fenómeno similar ocurrió a mediados del siglo XX en las revistas de modas del imperio yanqui. En aquel tiempo el prestigio intelectual de la revista New Yorker atraía como un imán a todos los escritores jóvenes, pero sus editores habían fijado un cartabón literario inflexible que rechazaba los cuentos provocadores. En cambio, las revistas femeninas Harper’s Bazar y Mademoiselle, donde la literatura era material de relleno, y por lo tanto, los editores gozaban de mayor libertad, publicaron los primeros relatos de Ray Bradbury, Carson McCullers, Truman Capote y Christopher Isherwood, entre muchos otros narradores de primera línea que más tarde se consagraron. Todos acabaron colaborando en el New Yorker, que les abrió las puertas al descubrir su talento. Pero el asombro de las lectoras que se topaban con un magnífico cuento en medio de una publicación banal seguramente fue una experiencia iniciática formidable que jamás hubiera ocurrido en una revista seria.
Para el talento infiltrado en territorio enemigo, la mercadotecnia es el principal enemigo a vencer. En Argentina y Estados Unidos, los editores de revistas femeninas no creían que los perjudicara publicar a Borges o a Bradbury entre anuncios de cosméticos y fotos de modelos con ropa elegante. Los mercadólogos del espectáculo, en cambio, son abiertamente hostiles a la calidad artística. Su odio al talento ha llegado a extremos aberrantes, como lo puede constatar cualquiera que busque afanosamente una buena serie en los basureros radioactivos de Netflix y Amazon.
En esas plataformas también hay un pequeño nicho para el cine de autor donde se exhiben películas “de festival”, para el público que se deja impresionar por los premios. Pero los guionistas y directores más talentosos prefieren con razón presentar sus obras sin darse taco. Así ocurre, por ejemplo, con la magnífica serie Better call Saul, una precuela de Breaking bad que no ha tenido tanto éxito como su predecesora, pero a mi juicio la supera en el manejo de la ironía. No he visto una serie donde se exhiba con mayor sutileza el cordón umbilical entre el estado de derecho y el mundo del hampa, la imposibilidad de trazar su difuminada frontera. Desde los créditos, los autores de esta magnífica serie tuvieron la elegancia de ocultar al máximo sus pretensiones: la humilde tipografía del título, y el deliberado cortón abrupto del tema musical con el que se inicia cada capítulo predisponen al público a ver un producto vulgar y barato. Esa aparente falta de pretensiones le confiere un encanto adicional: el de las joyas que no necesitan pregonar su categoría.