EMEEQUIS.– Me siento frente a la computadora porque debo escribir, pero no sé sobre qué. Y la página en blanco, tan blanca que duele, se presenta como una amenaza. Se transforma en una especie de monstruo mitológico listo para devorarme si no comienzo a presionar las teclas con algún sentido o alguna meta. Pero resulta que el encierro y saberme todo el tiempo asediada por el coronavirus, ha exprimido a mis neuronas. Las ha dejado aburridas y vacías de ideas cuando antes, con los estímulos de las calles, de las reuniones entre amigos, les daba por imaginar y fantasear las 24 horas del día.
Sigo paralizada. El teclado me mira diciendo: ¿Para qué me tienes enfrente, si no me tocas? Acaricio de la A a la Z, solo para ver si mis dedos se inspiran, pero nada llega.
Recuerdo una conversación con García Márquez, durante una comida en casa. Antes del postre, entornó la mirada, volvió su vista hacia una de las ventanas y dijo algo así como: “Lo peor no es la página en blanco, sino que ya no tengo nada que decir. Ya me sequé…”, afirmó, mientras le daba un trago a su copa de vino. No sé si hablaba en serio, pues su mirada todavía reflejaba emoción, pero lo que aseveró, así, de manera tan tajante, me dejó marcada.
Si el Premio Nobel colombiano no tenía nada que decir, ¿qué me espera? Entonces decido servirme un whisky y entrar a Facebook con las ganas de encontrar algo que llame mi atención. Al dar el primer trago de la bebida escocesa, me llega, igual que si hubiera mordido la magdalena de Proust (sí, ya sé que es lugar común), algunos recuerdos de hace 35 años. Paisajes, caminatas, amores.
Navego en las redes sociales sin rumbo preciso, pero con la mirada y el inconsciente decididos. De pronto, como en un hechizo, aparece su nombre: Bruno Jakowleff. Mil luces se encienden. Una cadena de rondanas comienza a activarse, en estampida amorosa. Cien kilos de recuerdos me paralizan. ¿Será él? Mis manos, antes hastiadas, entran en ebullición. ¿Será? ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que nos enamoramos? Araño mis recuerdos para buscar su rostro, su mirada, el tono de su piel. El restaurante en el que nos conocimos, los paseos que hicimos, las botellas con las que brindamos, las sábanas que nos recibieron. Esa comida en Giverny, antes de cruzar el puente que tantas veces retrata Monet. Sus manos y lo que hacía con ellas.
Los recuerdos, que se atropellan, comienzan a llenar la hoja en blanco. Y ella, tan obediente, va recibiendo anécdotas, conversaciones, su manera de conducir por las calles de París, salvaje y sin respetar el reglamento de tránsito. ¿Hace cuánto tiempo no siento a mi estómago (y a otras partes de mi cuerpo) enamoradas?
Conocí a Bruno a los 19 años. Él nunca me quiso confesar su edad, pero era visiblemente mayor que yo… y también visiblemente guapo. Elegante y con una personalidad difícil de pasar por alto. Era imposible no observarlo al entrar, por ejemplo, a un restaurante. Y su conversación sobre Balzac y la filosofía de su tío, Maurice Clavel, me mantenían interesada durante horas. Me sentía bien a su lado. Querida, consentida. Amada.
Debo escribirle, pienso. Mandarle un mensaje por Facebook para pasar a ser un número más de la estadística de parejas que, después de años de haberse separado, se reencuentran. Decidida, comienzo a maquinar lo que he de decirle. Mis neuronas, ahora contagiadas por el virus de la dopamina, oxitocina y serotonina, me impulsan a enviarle unas palabras. ¿Cómo comenzar? “Querido Bruno, ¿te acuerdas de mí? Soy la mexicana que conociste en…” ¡No! ¿Y si no me recuerda?
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¿Le mando un mensaje o no? ¿Cuánto tiempo tardará su respuesta? ¿De qué manera sus palabras cambiarán mi vida? ¿No es arriesgado? ¿Cuál es la necesidad?
Trato de tranquilizarme. Dejo a un lado la computadora y me sirvo otro whisky. Hay decisiones que te transforman para siempre. ¿Es lo que quiero? Sigo escarbando en mis recuerdos para traer, al aquí y ahora, su manera de moverse, el tono de su voz… el minuto preciso en el que me enteré, por una carta de su esposa, que era casado. ¿Vale la pena permitir que la carga del pasado trastoque mi vida, que la guíe hacia lugares inesperados?
Las redes sociales han transformado las relaciones: si no existieran, jamás lo hubiera reencontrado. De mí depende escribirle y ver qué pasa o dejarlo en el pasado, donde pertenece. Donde se quedó, cómodamente, como un delicioso pero lejano recuerdo.
Le escribo… No le escribo… Le escribo… No le escribo… Necesito una margarita para que sus pétalos tomen la decisión por mí. No tengo la fortaleza para asumir las consecuencias de unas palabras en las redes sociales que probablemente serán respondidas.
Hay veces que los acontecimientos nos golpean con tal fuerza, que sentimos ahogarnos… o respirar aire fresco por primera vez en muchos años.
Dos horas después, tomo la decisión. Vida o muerte. Amor o soledad. Le mando un breve y frío mensaje por Facebook. No sé si responderá. Tal vez ni siquiera importe.
Mi página sigue en blanco, pero es probable que mis planes se hayan trastocado. Puede ser que el futuro cercano se antoje más intenso y mucho más emocionante. ¿Cuántas aventuras me esperan a su lado? Volverme a enamorar a los 55 años no estaba en mis planes y, sin embargo, me doy cuenta de que lo necesitaba para seguir viva, palpitante, y olvidarme de una pandemia que nos amenaza, cada minuto de cada día de este año terrible que nos mantiene tras las puertas con, por única ayuda, nuestra imaginación que todavía vibra.
Envío el mensaje, me sirvo un tercer whisky y permanezco a la espera de su respuesta.
¿Llegará?
@Brivaso