EMEEQUIS.– Según el dogma oficial vigente, los tecnócratas neoliberales que gobernaron el país entre 1988 y el 2018 implantaron un régimen corrupto que pervirtió, primero, el nacionalismo revolucionario, y después secuestró a la naciente democracia. Sólo puede criticar al inmaculado caudillo que nos libró de ese horror quien sienta nostalgia por los gobiernos del PRIAN. Ergo, todos los críticos de López Obrador somos cómplices corruptos del antiguo régimen, aunque nos hayamos opuesto a él.
Cada mañana, el presidente emplea este sofisma para desautorizar a sus críticos. Da por sentada una falsa premisa (los gobiernos corruptos de Echeverría y López Portillo llevaron al país a la ruina mucho antes de la era neoliberal), la encadena con una mentira de grueso calibre (cuando AMLO aún hacía carrera dentro del PRI, muchos de sus detractores ya luchábamos contra la dictadura del partidazo) y profiere con el ceño adusto la excomunión fulminante que su caterva de porros pagados por el erario difundirá urbi et orbi. Poco importa la trayectoria profesional o la buena reputación de quien le señala una pifia o un abuso de poder. Ninguna persona honesta puede cometer ese desacato incalificable, salvo los enemigos del pueblo nostálgicos de la época porfiriana.
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Cuando los rivales ideológicos reconocen que su adversario busca de otra manera el bien común, el debate político puede ser acalorado, pero el respeto mutuo amortigua las discrepancias. López Obrador ni siquiera concede a sus antagonistas esa mínima cortesía. Detentar el monopolio de la rectitud cívica le permite zanjar cualquier discusión con un puñetazo sobre la mesa. Quien sostenga que su estrategia para enfrentar el coronavirus, si acaso la hubo, fracasó por la intromisión del populismo en el campo de la epidemiología, que la política de abrazos y no balazos fortalece a los ejércitos criminales, que su clientelismo es idéntico al del viejo PRI, pero corregido y aumentado, o que su amenaza de ser el guardián de las próximas elecciones legislativas, por encima del INE, representa un peligro para la democracia, no puede haber llegado a esas conclusiones por sentido común, por instinto de supervivencia o por temor a la restauración del partido único: debe ser por fuerza un mercenario de la pluma, un traidor a la patria confabulado en lo oscurito con Salinas de Gortari.
AMLO sólo fue presidente de México el primero de julio de 2018, cuando pronunció un discurso inteligente y conciliador. Después volvió a ser el candidato rijoso de siempre. Por dedicarse de lleno a la propaganda electoral, no ha podido frenar el proceso degenerativo de las instituciones. El huachicoleo y el robo de gas siguen desangrando a PEMEX, a pesar de la supuesta victoria contra las mafias petroleras que el gobierno proclamó a principios del 2019. Las enormes pérdidas de la paraestatal dejan impávido al paladín de la austeridad que regatea pesos y centavos a los hospitales o a los centros de educación superior. Ante la imposibilidad de sanear las aduanas, López Obrador ya se las encomendó a la Marina, confesando implícitamente que no confía ni en sus propias huestes para reemplazar a los cuadros de la burocracia anquilosada y podrida.
La disciplina castrense no es ni remotamente una garantía de honradez, pues el narco ha logrado comprar a muchos generales, pero el presidente finge ignorarlo, parapetado detrás de las bayonetas como si quisiera conjurar un peligro innombrable. Antes le había encargado al ejército construir el aeropuerto de Santa Lucía (concediéndole además su administración a perpetuidad) y dos tramos del Tren Maya, seguramente para intimidar a los zapatistas, que se oponen al proyecto. ¿Será una casualidad que AMLO estreche lazos con los militares en vísperas de un año electoral en que las víctimas de la depresión económica podrían castigarlo?
Nuestra polarización social se asemeja a la de España en los años 30, cuando ninguna de las facciones extremistas en pugna creía que la enconada lucha por el poder se pudiera dirimir en las urnas. Los sectores de la oligarquía regiomontana que respaldan al movimiento FRENA quieren derrocar a AMLO por las buenas o por las malas antes de noviembre. Esperemos que no haya en los cuarteles un generalísimo Franco dispuesto a secundarlos. La militarización decretada por el sofista rabioso parece una respuesta a esa amenaza, una respuesta igualmente irresponsable, viniendo de alguien que jamás ha reconocido un fallo electoral adverso.
La intentona golpista de Ackerman en el INE presagia que la nueva mafia del poder no aceptará una derrota que le arrebate la mayoría en el congreso. El golpe avisa en ambos polos del espectro político. Un paso en falso dado por cualquiera de los dos bandos podría llevarnos a un desenlace tan sangriento como el de España.