Abundan los políticos escandalizados de la corrupción (de verdad o de dientes para afuera), pero nadie sabe por dónde empezar a limpiar el establo ni cómo se fue llenando de estiércol. La originalidad de El poder corrompe, el nuevo libro de Gabriel Zaid, consiste justamente en detectar la raíz del problema: la reconfortante suplantación de personalidades (la pública y la privada) que los burócratas y sus clientelas utilizan para sustraerse al opresivo poder del Estado, convirtiendo las gestiones oficiales en tratos de persona a persona. La primacía de los intereses individuales sobre los colectivos, o como dice Zaid, “la propiedad privada de los puestos públicos” no ha sido en México una falla incidental de ciertos gobiernos: era la esencia del viejo sistema político, y en la era democrática sigue siendo un tumor incurable. Por lo tanto, su desmantelamiento debería ir a acompañado de un esfuerzo por humanizar y simplificar la burocracia, pues cuanto más intrincados sean sus laberintos, más fácilmente podrá utilizarlos en beneficio propio.
Colección de ensayos y artículos publicados en distintas épocas y en distintas coyunturas políticas, El poder corrompe tiene sin embargo una clara línea de continuidad, que denota un empeño por precisar mejor las ideas al retomarlas años después de su gestación. Los ensayos más visionarios sorprenden por su capacidad de anticiparse a los hechos históricos, proponiendo soluciones que luego se implementaron, como la ley que obliga a los funcionarios a presentar declaraciones patrimoniales, propuesta por Zaid desde 1986. Como los novelistas que se compenetran emocionalmente con un personaje a pesar de reprobarlo moralmente, Zaid atribuye la aceptación social de la corrupción a su poder seductor, que llega a ser irresistible en países donde el contubernio entre particulares suplanta al orden constitucional. Esa aceptación comienza desde la familia, donde los hijos de los funcionarios corruptos “se sienten chingones, identificados con el padre”. Y como la moral familiar pesa en México mucho más que la moral cívica, como advierte Zaid en otro capítulo del libro, la tolerancia hacia la corrupción se propaga en ondas concéntricas hasta abarcar todo el cuerpo social.
Degradación de la rebeldía, la corrupción es la pequeña venganza del hombre ante poderes anónimos que lo reducen a la insignificancia: “Frente a los sueños de la razón ilustrada y despótica que produce monstruos oficiales –apunta Zaid– la mordida es el reencuentro con la humanidad, la vía callada y prudente de subsistir (y hasta prosperar) ante la máquina atropelladora del progreso”. La idea de que la corrupción es una especie de anarquismo prostituido no busca ennoblecer ese modus vivendi, sino explicar, lejos de cualquier doctrina moralizante, por qué ha ganado tantos adeptos. Ponerse en lugar de los corruptos para entenderlos mejor: a partir de esa premisa, Zaid señala el rumbo para implantar en México un verdadero estado de Derecho.
En un libro tan rico en ideas es difícil entresacar las más iluminadoras. Cada lector tendrá sus favoritas pero yo me quedo con dos que me sacudieron. La primera se refiere al derrotismo ante la corrupción, a la tentación de verla como una fatalidad genética o cultural, en la que han caído hasta presidentes de la república: “Es perfectamente posible acabar con la corrupción como sistema de organización política. Pero sería contraproducente aspirar a más: cambiar el género humano, llegar al paraíso en la tierra. Confundir lo que sí se puede hacer con lo imposible termina mal y sirve para justificar el desánimo, la complicidad, el cinismo”. La otra se refiere a la interdependencia entre la corrupción y la mentira impuesta desde el poder, dos caras de la misma moneda que en el México del siglo XX causaron terribles estragos en el erario y en las conciencias.
“Al hablar de impunidad –apunta Zaid— se piensa en los delitos no castigados. Pero la impunidad radical está en los no cometidos. Cuando el poder define la realidad, no hay delito que perseguir”.
Un requisito básico para garantizar el buen uso de los fondos públicos es diagnosticar las causas profundas de la corrupción sin caer en simplificaciones útiles para ganar contiendas electorales, pero no para gobernar. Como ese diagnóstico brilla por su ausencia en el discurso oficial de hoy, que atribuye todos nuestros males al neoliberalismo, ignorando para fines de propaganda que las instituciones públicas se empezaron a pudrir mucho antes de los años 80, las políticas anticorrupción de López Obrador podrían convertirse en un catálogo de buenas intenciones. Si el presidente aceptara los beneficios de la pluralidad ideológica, El poder corrompe podría servirle como una brújula o una hoja de ruta para cumplir la principal promesa de su campaña.