EMEEQUIS.– No quisiera dolerme de que mi hija no tenga su graduación de sexto año de preparatoria, cuando la realidad es que hay miles de personas muriendo. Hay hogares en duelo y muchos familiares que rezan por sus enfermos, sin poder visitarlos. Pero me cuesta trabajo no sentir empatía por la tristeza de mi hija que, apenas ayer, con horarios precisos y todas las medidas de higiene, fue a una escuela que la acogió desde los tres años, a recoger las pertenencias que dejó en su locker desde el 13 de marzo, para ya no regresar más. Tomó sus últimas clases en línea, con un método dudosamente efectivo, además de frío, distante y hasta triste. Me siento culpable al consolarla cuando millones de personas perderán su empleo por esta pandemia y, sin embargo, me duele su dolor. Cancelado su viaje de generación, cancelado el evento en el que ella, y sus amigos de toda la vida, aventarían al aire su birrete, emocionados. Satisfechos. Pasará mucho tiempo antes de que vuelva a ver a profesores y a compañeros. Entrará a la universidad sin haber cerrado emocionalmente el ciclo anterior.
No quisiera buscar una casa para los objetos de mi padre. Tal vez yo podría adoptar el cuadro de mi abuela, en el que sale con su cuello largo y esos ojos verdes que la distinguían. Pero no me da la gana pensar a dónde iría todo lo demás. Algunas novelas y ensayos de historia para mi librero y otros, en los estantes de mi hermana. ¿Su gata Berenguela? Si regresa, porque el encierro la empujó a buscar un rato de libertad y no ha vueto, mi hermano la adoptaría. ¿La ropa? Tal vez podríamos donarla a un asilo. Aunque supongo que en pleno Covid-19 todos temerían recibirla. Las fotos, cartas y notas personales, las guardaríamos en cajas.
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No quisiera dolerme de no haber podido ver los ojos azules, casi transparentes de papá, desde hace más de dos meses y medio en que se quedó aislado y en completa soledad. Y no verlos nunca más. No estar a su lado en su última inhalación, la casi imposible, pues meter aire en sus pulmones se habría convertido en misión utópica. No deseo arrepentirme por no haber tenido el valor de irlo a ver antes. ¿Cómo despedirte cuando no pudiste darle un último abrazo, unas últimas palabras de aliento? Tampoco he podido ir al lado de mi madre y los “reuniones” familiares a distancia, aunque divertidas, son algo frías e incómodas.
No quisiera regresar a dar mis talleres literarios y verlos casi vacíos, porque la mitad de mis alumnos ya no pueden pagarlos. A dos o tres los corrieron de sus empleos y están buscando trabajo. Otros, tuvieron que cerrar sus negocios; bajaron la cortina. Hay quienes ya no tienen ganas, porque el encierro los ha secado. Unos se han peleado con sus parejas y están en plenos trámites de separación. Algunas reciben la mitad de la quincena y no se pueden dar el lujo de pagar clases.
No quisiera salir de casa y regresar a un mundo que intenta volver a la normalidad, aquella a la que ya todos nos habíamos acostumbrado, para ver comercios cerrados, todavía más pobreza en las calles, más violencia a cualquier hora. Más personas que se han sumado a quienes ven como su mayor triunfo, conseguir un poco de alimento para sobrevivir ese día.
No quisiera enterarme de que a mis hermanos les redujeron sus sueldos en un 50 por ciento… o más. Que a mi madre el aislamiento la está poniendo demasiado melancólica y frustrada. Que a mi marido le han dejado de pagar en todos los medios de información donde colabora. Ni que las ventas de nuestros libros, por no ser artículos de primera necesidad, han caído, y que esa nueva novela que acabo de terminar y de entregar después de dos años de trabajo, le han pospuesto su edición… sin fecha definida.
Sí me urge salir, recuperar mi independencia, respirar aire libre. Un viento que se desplazará para volver a unirnos con esa tenue línea que nos convierte en humanos. Empáticos. Solidarios.
Sí me urge abrazar. Ser abrazada. Besar. Ver a mis padres, a mi familia, a mis amigos. Celebrar la vida. Bailar durante horas, compartiendo notas musicales y ritmos. Conversar. Brindar con varias copas y, al decir ¡salud!, realmente saber lo que estamos deseando. Planear un viaje. Escuchar y ser escuchada pero no a través de mi laptop, sino en persona. Poder ir al cementario a visitar a mis muertos. Asistir a una función de cine o teatro. Llorar un poco en un concierto. Estar acompañada. Escuchar música de los Beatles, junto a mis seres queridos. Caminar por un parque de la mano de mi hija. Entrar a una librería a recorrer pasillos, revisar estantes y después de un buen rato, elegir libros de papel, para poder tocarlos, olerlos, subrayarlos. Manejar mi coche para recorrer esta ciudad que tanto extraño. Ir a un restaurante y saborear, como nunca antes, sus platillos. Caminar por la vereda de un bosque. Ir a un museo.
Sí me urge reunirnos para ver fotografías del viejo album familiar y sonreír juntos, al darnos cuenta del privilegio de tantas anécdotas compartidas. Observar las olas de un mar que nunca se cansa. Mojarme con la lluvia porque olvidé el paraguas. Volver a abrazar sin tapabocas. No tener que lavar la suela de mis zapatos con cloro. Dejar de sentir miedo al ir al mercado por frutas y verduras. Que terminen mis pesadillas nocturnas, que tantos insomnios me provocan, en las que un virus que no podemos observar a simple vista, pero cuyas consecuencias son innegables, ataca a mis seres queridos o deja huérfana a mi hija.
Sí me urge saber que todos aprendimos alguna lección (cada quien sabrá la suya). Que salimos fortalecidos. Que ya sabemos apreciar mucho más las cosas que nos parecían gratuitas. Que logramos entender, ahora sí, que la felicidad no es tan complicada: bastan las amistades, el cariño, la esperanza. Que seguir vivos, a salvo y juntos, es un delicioso milagro. Que llorar frente a una obra de arte, le da sentido a nuestro paso por el mundo.
No quisiera enterarme que sobrevivimos al coronavirus para seguir siendo igual de egoístas y ambiciosos, para continuar teniendo las mismas quejas, idénticos odios y prejuicios.