¿CUÁL ES LA HISTORIA?
EMEEQUIS. El sector agrícola y la seguridad alimentaria de los mexicanos se encuentran amenazados por la prohibición del uso y distribución de plaguicidas en el campo mexicano.
La reforma legal que determinó la prohibición y que fue aprobada en febrero pasado por la Cámara de Diputados, parece surgida en el prejuicio y fincada en un criterio ideológico del grupo en el poder: ese criterio que demoniza las prácticas y recursos de la industria y producción contemporáneas, las cuales busca exorcizar.
“Se prohíbe la utilización de los plaguicidas altamente peligrosos o aquellas sustancias o compuestos que estén prohibidos en tratados internacionales de los que el estado mexicano sea parte”, establece el proyecto.
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Ahora está en dictaminación en el Senado, donde el Santo Oficio legislativo ha entrado en la especificidad de los maleficios, y ha terminado por vetar el uso de 186 moléculas y combinaciones de ellas, de uso común, hasta ahora, en la producción agrícola nacional, y de hecho, en la producción global.
Fue el 17 de febrero pasado cuando la Cámara de Diputados aprobó por unanimidad una serie de reformas a la Ley General de Equilibrio Ecológico y la Protección al Ambiente, con el propósito, se arguyó en la exposición de motivos del proyecto de decreto, de regular el uso de plaguicidas altamente peligrosos.
¿Y cómo saber cuáles son “altamente peligrosos”? Fácil, lo definieron en el propio proyecto. Establecieron que plaguicida es “cualquier sustancia o mezcla de sustancias que se destine a controlar cualquier plaga (…)”.
¿Y los altamente peligrosos? Bueno, nada más sencillo de abordar. Los diputados determinaron: “Aquellos que debido a sus características intrínsecas o particulares representen riesgos o generen afectaciones graves, agudas, subcrónicas, crónicas o irreversibles particularmente para la salud o el medio ambiente, de acuerdo con los sistemas de clasificación internacionalmente aceptados, o por estar previstos en tratados, acuerdos convenciones internacionales de los que el Estado mexicano sea parte”.
Pero como las 186 moléculas y combinaciones derivadas que buscan prohibir no son universalmente aceptadas como peligrosas, los tribunos conjuraron posibles polémicas con un bonito inserto en artículo 15, fracción II Bis del ordenamiento en cuestión, una joya destinada a los anales del parlamentarismo mexicano:
“La falta de certeza científica no será impedimento para establecer dichas medidas de protección”.
La reforma fue producto, al menos nominalmente, de la inventiva del diputado priísta Enrique Murat Hinojosa, perteneciente a un clan político cuya militancia tricolor no le impide ser estrella del circuito de la 4T, como lo ha demostrado el exgobernador de Oaxaca, José Murat.
Pero además, según se comenta en ámbitos parlamentarios, en el dictamen de la Comisión de Medio Ambiente y Recurso Naturales, tuvo un sitio especial la mano de la bióloga María Elena Álvarez Buya, directora del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt).
Por su parte, Enrique Murat, en ánimo festivo, comentó, tras la aprobación del proyecto en San Lázaro, que 180 plaguicidas peligrosos están prohibidos “de acuerdo con registros sanitarios”. Es decir, admite que dichos productos pasaron por los severos filtros de la Comisión Federal para la Protección Contra Riesgos Sanitarios (Cofepris).
Inspirado en Murat, el dictamen senatorial reitera el “principio precautorio” de la imaginería desarrollada en San Lázaro, y con base en la argumentación mediática de Enrique Murat, ordena que las dependencias federales se abstengan de “adquirir, utilizar, distribuir, promover o importar un total de 186 moléculas”, entre moléculas puras y combinaciones.
Suprimir los agroquímicos es como quitarle medicinas a los enfermos: las plantas son seres vivos expuestos a enfermedades y plagas que afectan su desarrollo.
Las cifras del impacto de la prohibición, de acuerdo con el sector productivo en cuestión, son gigantescas: pone en riesgo al sector exportador (13.2 mdd) ante el incumplimiento de medidas sanitarias internacionales”, afectaría alrededor de 200 productos cultivados en México, que implicaría una pérdida de 227 mil millones de pesos, cerca del 40% de la producción nacional.
Además, la medida reduciría la oferta, aumentaría la inflación, y obligaría al país a importar alimentos de países donde sí se utilizan plaguicidas. Parece un capricho: México tiene una regulación homologada con la reglamentación de la FAO, la OCDE, la Unión Europea y desde luego, con los Estados Unidos, en el marco del T-MEC.
Por si fuera poco, el país cuenta con norma sanitaria específica desde 2017 (NOM-082-SAG-FITO/SSA1-2017), por no hablar de los años de investigación que hay detrás de cada plaguicida.
Es inquietante que, en medio de la crisis agroalimentaria derivada de la invasión rusa a Ucrania, los legisladores empujen un escenario de déficit alimentario, pues sin agroquímicos es prácticamente imposible la producción en el volumen que demanda el país (y el mundo).
Mientras, el Congreso deja de lado lagunas legales como, por ejemplo, el desperdicio de alimentos en la cadena de procesamiento, distribución y consumo. De acuerdo con la organización no gubernamental Banco de Alimentos de México (BAMX), un tercio del total de nuestra producción se desperdicia, sin que haya políticas públicas que se ocupen de ello.
@Sandra_Romandia
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