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Anuncios digitales invasivos

Navegar por Internet puede ser tarea complicada, más que un disfrute, por la infinidad de anuncios que interrumpen la lectura. Son necesarios, pero… ¿anunciar mal no es acaso tan malo como no hacerlo? Análisis de ANA CLAVEL.

Por Emequis
7 / 25 / 20
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EMEEQUIS.– Uno navega en este nuevo mundo salvaje de Internet con fascinación pero también con desconfianza. Ya no digamos sólo por la infinidad de contenidos, o por las pugnas de tendencias en redes que van de la inteligencia mordaz al linchamiento canibalesco. O el posicionamiento de posverdades y fakenews como fenómenos derivados de una horizontalidad supuestamente democrática, pero más bien difundidos por la manipulación de intereses completamente verticales. A este ambiente bárbaro y enrarecido, hay que sumar el uso y abuso de publicidad indiscriminada por más que Google, Facebook y Twitter se hayan convertido en bancos de datos personales sobre las preferencias de sus usuarios. Todos parecen seguir la divisa: “El que no anuncia no vende”, pero ¿anunciar mal no es acaso tan malo como no hacerlo?

Un ejemplo de abuso y acoso comercial: el canal gratuito de Youtube te zambute publicidad intempestivamente, lo mismo en medio de la 2ª  Sinfonía de Mahler, que de un concierto de Jarabe de Palo, que de una sesión de música para supuestamente desestresarte y meditar. No es que no tengan derecho a usufructuar sus servicios pero hacerlo sin criterio, en medio de una melodía o transmisión, sin esperar a que termine un ciclo o secuencia… parece que lo que pretenden es fastidiarte. Por supuesto, quieren que te resignes a la distracción pues en una de ésas terminarás comprando, o que pagues su versión Prime, sin anuncios. En una sociedad de libremercado como la nuestra disfrutar sin pagar parece ser un pecado. 

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El asunto es particularmente delicado cuando se trata de páginas de periodismo digital. Hay medios informativos (Milenio, Proceso, Sin Embargo pero abundan otros) a los que no parecen importarles los usuarios. Apenas desplaza uno el cursor por la pantalla de la computadora, o el dedo en la del celular, y el bombardeo de videos y publicidad se despliega enloquecidamente con anuncios que parpadean y distraen la lectura a un grado en que por momentos es imposible leer —¿y a qué creen que entra uno a esos sitios? ¿A ver anuncios desclasificados?—. Qué diferencia con los sitios de The New York Times, El País, Pijamasurf que saben priorizar: al centro la información en una secuencia discursiva sin exabruptos, ni llamadas en falso ni enlaces o videos que nada tienen que ver con la información, y ya de manera incluso discreta, o de acuerdo al concepto y diseño editorial de sus páginas, los anuncios en columnas laterales, de tal modo que el usuario es libre de entrar si así lo desea pero no se le interrumpe y se le obliga. 

Nadie puede negar que la publicidad es un motor de flujo económico necesario en la medida en que hace posible el desplazamiento de bienes y servicios. ¿Pero hacerlo de una manera tan agresiva no termina por ser contraproducente? ¿Dónde quedan los derechos elementales de los usuarios? En este novísimo territorio no reglamentado el invasor más beligerante parece llevarse todas las medallas, pero no forzosamente implica que gane las mejores batallas: volverse viral en los gustos y bolsillos del cliente. Yo por lo pronto he cerrado portales con publicidad invasiva, he pasado de páginas y sitios atiborrados de ventanas con anuncios relampagueantes, he desistido pues de leer artículos en los que es casi imposible seguir un eje narrativo visual. Y cuando ha sido necesario rastrear contenidos de esos sitios con información que uno debe perseguir a salto de mata, he recurrido al formato PDF o a capturas de pantalla que inmovilizan la intermitencia enloquecedora de los anunciantes.

En un libro interesantísimo, Superficiales. ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes?, Nicholas Carr nos enfrenta a la paradoja: mucho Internet, mucha información, mucha distracción, mucha ansiedad, y a la vez poca concentración, menos profundidad, menos memoria, menos empatía… Si bien Internet nos permite manejar un cúmulo de información y mantenernos conectados con universos de datos digitales y personas a través de las omnipresentes redes sociales, también es cierto que la tendencia a la dispersión, distracción, falta de memoria y de concentración que vienen de la mano con los aludes de información y la posibilidad fragmentaria de saltar velozmente entre hipervínculos, notificaciones de estado, arriesgan nuestras posibilidades de lectura profunda y de memoria a largo plazo. Todo esto se vuelve exponencial, una verdadera locura con las caóticas páginas plagadas de anuncios repetitivos e intermitentes, pop-ups insufribles, robapáginas para obligarte a usar otros sitios a veces plagados de Malware, videos que encienden el sonido sin que los autorices, cookies, motores de datos, inter-sitials que si bien te dan la opción de cerrarlos, sólo lo hacen para que se activen otros… Todo un catálogo caótico de productos y servicios en línea, disfrazado de portales informativos, con señales de desorientación y falta de criterio que sólo puede redundar en confusión y malestar.

Como lectores en las superficiales aguas de Internet, estamos también a la deriva de procelosos intereses comerciales y a la espera más que de una reglamentación de los derechos del usuario —que en estos territorios movedizos se antoja casi imposible—, de un urgente sentido de equilibrio y sensatez. 

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La línea editorial o conceptual y las exigencias de un sitio web con sus necesidades de rentabilidad y ganancia, no tendrían por qué estar peleadas con la verdadera creatividad publicitaria: esa que sí toma en cuenta el respeto y el disfrute del usuario o futuro cliente.

@anaclavel99



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