EMEEQUIS.– “No queremos que vengan nada más a tomarse la foto, a costillas de una tragedia”, dice, con firme reclamo, Lucía Hernández Reyes, quien perdió a su hermano Gonzalo, de 40 años, en la explosión del ducto de Pemex en la localidad de San Primitivo, los límites entre Tlaxcoapan y Tlahuelilpan, Hidalgo, el 18 de enero de 2019.
A tres años del estallido por una toma clandestina de hidrocarburo que cobró 137 vidas, cruces que levantaron las familias en el predio del siniestro en memoria de los suyos están derribadas, al igual que lápidas cuyos pedazos se entrelazan con lodo y hierba crecida.
Hace dos años, funcionarios federales, estatales y municipales, entre ellos el delegado de Programas Sociales en el estado, Abraham Mendoza Zenteno, y la subsecretaria de Desarrollo Democrático, Participación Social y Asuntos Religiosos, Diana Álvarez Maury, colocaron la primera piedra del Memorial de Víctimas, una obra prometida para conmemorar y dar visibilidad a la tragedia.
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Esta piedra ya no se encuentra en el sitio, tampoco la mampara con el nombre de las víctimas colocada en el primer aniversario, mientras que la cruz principal está caída, rotos sus cimientos.
Pero, para las familias, no sólo es la falta de certeza sobre el predio, en el que el gobierno comprometió una Casa de Oración, no Memorial, dicen ellos, sino la falta de apoyos sociales para quienes perdieron a un padre, madre, hijo, hija, esposo o esposa, muchos, que eran el sustento total de hogares en los que también quedaron 179 huérfanos.
“Si hubiera sabido que ese día era el último, que todo cambiaría, te habría abrazado más fuerte”… El dolor por las víctimas sigue vivo, en un municipio que, a tres años, no ha logrado sobreponerse del luto.
“Siempre hemos dicho: no queremos que nos regalen las cosas, porque siempre hemos trabajado, y lo sabemos hacer, sólo que cumplan lo que prometieron.
“(Molesta) el que se adornen y digan: ‘es que dimos becas’. No, no fue parejo; no fue a todos. Habría que ver la situación de cada familia y no decir (de manera generalizada) que nos dio el gobierno”, menciona una mujer de 43 años, que perdió a Rubén, su esposo, entonces de 41, pero que pide no dar a conocer su nombre. Está cansada de recontar su historia e insistir en reclamos que no son escuchados.
Aun así, pide una vez más a los tres niveles de gobierno: “Que cumplan lo que prometieron, porque las necesidades de cada familia son bien diferentes, porque a lo mejor lo que para mí puede ser un beneficio a lo mejor para otros no lo sea. Sería eso, que cumplan, y no que en cada aniversario se vengan a parar el cuello”.
Lucía reafirma: “es lo que hacen: irse a tomar la foto el día del aniversario. El año pasado (en medio de la contingencia por el SARS-CoV-2) sólo acudieron presidentes municipales, ¿y las familias? No las invitaron ni siquiera tantito.
“Con el tema del Covid nos dijeron que no podíamos hacer ninguna reunión, pero ellos sí fueron a hacer su… a tomarse la foto nada más, que fue lo que hicieron; tomarse la foto a costillas de una tragedia”, reclamó.
A tres años de la tragedia que se llevó la vida de 137 personas. Video: Áxel Chávez.
EL RECUERDO DE AQUELLAS HORAS
A Lucía, la Procuraduría General de Justicia del Estado de Hidalgo (PGJEH) le entregó el 29 de abril, tras la realización de pruebas genéticas, los fragmentos óseos que, aseguró, corresponden a su hermano Gonzalo. Habían pasado tres meses y once días desde la explosión.
Sin embargo, Lucia afirma que ella había identificado el cuerpo desde la primera noche, cuando entró, junto con otras familias, a la denominada Zona Cero tras superar el cerco militar.
Entre el olor a gasolina y la humareda por los residuos de los gases sintéticos por la conflagración, ellos entraron antes de que llegaran los peritos. Ahí, cadáver tras cadáver, resto tras resto también –porque, de los que más había consumido el fuego, ya no quedaba figura que asemejara a un cuerpo–, Lucía afirma que encontró a su hermano.
“Yo lo ubiqué desde el primer momento, porque pasamos toda la noche ahí en el lugar, buscándolo”, dice. Primero, cuenta, fueron a hospitales cercanos a ver si estaba entre los ingresos que saturaron la región por pacientes con quemaduras graves –Cinta Larga, el Regional de Tula, el de Pemex…–, pero el vacío de datos en aquel instante de crisis no les dio ninguna certeza, entonces decidieron ir al predio y presionar a los militares para que los dejaran pasar.
“¡Háganse un lado! ¡Quítense! ¡Cómo ahora sí no dejan pasar a nadie y antes no hicieron nada!”, les reclamaban familiares a los soldados. Los primeros, angustiados como estaban, vista la tragedia que dejó una columna de lumbre que se alzó por horas.
Por el ejido de San Primitivo Pemex transporta hidrocarburos de la refinería Miguel Hidalgo a través del ducto Tuxpan-Tula, que abastece al centro del país. Aquella tarde, trasladaba combustible MTB, un aditivo para gasolinas.
“Nos pasamos como pudimos, porque estaba el ejército, pero ¿ya para qué? Si estuvieron antes y no hicieron nada, ¿ya para qué?”, reprocha Lucía aún, cuando han pasado tres años de la explosión, porque los deudos siguen sin explicarse la actuación militar de aquel día.
“A pesar de que estaba carbonizado, yo lo ubiqué ahí, entonces, cuando lo vamos a recoger, porque fue mi papá conmigo a acompañarme a Pachuca, yo dije: ‘me voy tranquila, porque sé que me van a entregar los restos que yo identifiqué en el lugar’”.
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Esa tranquilidad no era la misma de todos los Hernández Reyes. Como otros deudos en la región, y por el grado de carbonización de restos, creían que no habría certeza de que los fragmentos que les entregaran fueran de la persona que habían perdido. Algunos sí, porque los identificaron por placas dentales o algún objeto no derretido, como una cadena.
Antes de asumir de nuevo esa certeza, de que recibió y sepultó los fragmentos óseos de Gonzalo, recuerda aquel momento, cuando caminaron entre los primeros 68 muertos de la tragedia –el resto murió paulatinamente en hospitales–, con la mano cubriendo la nariz por el olor a hidrocarburos y cadáveres quemados: “yo le dije a mis hermanas: ‘¡es que es él!’. Ellas, pues por el dolor, digo yo, decían que no, que no era, y yo: ‘¡sí, es mi hermano!; ¡yo sé que es él!’.
“Le ponen (los peritos) una clave ahí, un número, y ya después nos retiran (de la zona cero). Seguimos toda la madrugada, hasta las nueve de la mañana, que ya me fui a Mixquiahuala, a levantar el acta, y ya de ahí a seguir un proceso, un ir y venir, hasta que recibí el cuerpo.
“Llámele llamado de la sangre, llámele sexto sentido, o como ustedes quieren, pero yo lo ubiqué”, remarca, al tiempo que narra que aquella noche del 18 de enero, después de que el presidente Andrés Manuel López Obrador se retirara, las familias ingresaran al predio y pasaron también la madrugada del día siguiente mirando los cuerpos, que alumbraban con las lámparas de los celulares.
Algunos desfallecían, por la impresión de la muerte con esas características, que era el cuerpo consumido por fuego; otros, como Lucía, cuando encontraban a quien sabían suyo, se postraban ante la tierra húmeda a dejar las primeras lágrimas de dolor con la certeza de que un familiar había muerto, porque por una tragedia que se prolongaría días, semanas, meses y, en algunos casos, hasta estos años, ya habían comenzado a llorar desde que vieron el cielo cubrirse de rojo tras el estruendo que cimbró la tierra.
@emeequis